Texto: Lucía Alvites
Fotos: Juan Zapata
Contexto abreviado
Por años los rostros que solían representar las respuestas y salidas a la crisis que encierra al país, fueron los políticos y técnicos de una clase media profesional, urbana, situada especialmente en Lima y dueña de currículos exitosos. Eran hombres, pero también mujeres que, con un esfuerzo adicional al sexo opuesto, lograban gozar de posiciones en espacios públicos con poder de llegada, y acción, a los círculos más altos de la decisión política. Se trataba de una élite técnica y política que era parte de una minoría demográfica, social y cultural del Perú, pero que portaba una voz instalada en los grandes medios y editoriales que la hacía representante de la “opinión pública”.
Esto dio una vuelta de tuerca radical en el año 2021 cuando Pedro Castillo ganó las elecciones presidenciales, con un programa que se erigía como alternativa a la crisis orgánica y al establishment neoliberal. Lo hacía por fuera de cualquier círculo político y técnico legitimado por el Perú oficial, incluido el de izquierda. Irrumpía desde abajo una persona que condensaba una identidad serrana y pobre, sin duda demográfica, social y culturalmente mayoritaria en el país, pero históricamente marginada del ejercicio y la representación ciudadana. No reconocida, además, como la “opinión pública”. Este rasgo, eludido o apocado por las élites políticas y académicas, tanto conservadoras como progresistas, sería fundamental para entender el país de los últimos tiempos. Por primera vez en nuestra historia republicana, cambiaba de ubicación un sector que nunca había sido el interlocutor, que había estado postergado a que otros, más blancos y pudientes, sean quienes mediaran sus demandas, a veces oportunistamente, a veces de “buena fe”, pero siempre empujándolos a que su capacidad ciudadana fuera acotada.

Con el golpe del 7 de diciembre, que terminó por concretar una estrategia de quiebre a la voluntad popular del 2021, se hizo mucho más diáfano lo que estamos comentando. Emergió un sujeto político que estaba dispuesto a todo por defender su derecho a ser el interlocutor, que pondría el cuerpo y la vida porque se le reconozca su capacidad ciudadana en todas sus dimensiones, y que dejaría su hogar para penetrar en esa Lima soberbia y agrandada por el ejercicio de poder durante siglos de República colonial.
Planteando una agenda política de resolución constituyente a la estructural crisis, este nuevo sujeto político, masivo y profundamente colectivo, pondría en evidencia, como nunca antes, la fragmentación y la imposibilidad democrática de un país que negaba de facto la ciudadanía a mayorías indígenas y pobres. Si se quiere en términos del antropólogo José Matos Mar, estaríamos presenciando un nuevo desborde popular, ya no desde una lógica de movilización espontánea, movida por las necesidades y expectativas de vida de una mayoría que el Perú oficial y su Estado no podían resolver, sino por un proceso deliberado de movilización política que pretendía transformar radicalmente las reglas de juego y construir un nuevo pacto que sea con ellos y ellas.
Violencia patriarcal y racista
Este desborde político nuevo e inédito, vendría también con las mujeres: las más golpeadas dentro de los golpeados, las más estigmatizadas dentro de los estigmatizados, las más invisibles dentro de los invisibles.
Comerciantes, campesinas, tejedoras, ganaderas, profesoras, madres, abuelas, de todo, menos ciudadanas en ese Perú doblemente racista y machista contra ellas, eran las mujeres que desde la sierra sur se plantaban ante lo oficial y oficioso. En su accionar dejaban claro muchas cosas, una, no menor, era que el halo de igualdad del que gozaban algunas, no las tocó ni por un centímetro a ellas. La irrupción de las mujeres indígenas expondría la enorme brecha entre las propias peruanas, compartíamos sexo, pero el patriarcado no operaba igual, ni parecido, contra una mujer limeña que contra una aymara. Su disciplinamiento era superiormente feroz.

Quizás uno de los hechos que mejor grafica lo planteado es lo sucedido entre el 2 y 3 de marzo. Faltaban 5 días para el día de la mujer y la imagen nociva recorría todas las redes sociales: decenas de policías disparaban bombas lacrimógenas directamente al cuerpo contra 6 mujeres aymaras, que cargaban a sus hijos en las espaldas. Como si se tratara de un peligro inminente para la “nación”, la policía respondía con una violencia brutal, nunca antes vista hacia las mujeres, esta marcha pacífica en la Plaza San Martín. Días después el ministro de educación de turno, no vale la pena ni recordar su nombre, les daba a las mujeres movilizadas una categoría por debajo de los animales y sentenciaba ante los grandes medios: “Ni siquiera los animales exponen a sus hijos… ¿se les puede llamar madres a las que llevan a sus hijos y los exponen a la violencia de la que estamos siendo testigos?”.
Este episodio y el discurso desde las autoridades sobre el mismo, relataban fehacientemente el lugar y la identidad que le daba la institucionalidad formal a las mujeres indígenas que habían llegado a Lima a movilizarse por una plataforma política, que integraba la exigencia de renuncia a Dina Boluarte, el cierre del Congreso y una nueva constitución. En un Perú donde se había logrado la paridad y la alternancia para los cargos de representación popular y donde existía una ley que prevenía y sancionaba el acoso contra las mujeres en la vida política, sin pudor se “animalizaba” a un sector de mujeres por el solo hecho de ejercer su derecho a la protesta. El patriarcado y el racismo operando para mantener al margen del poder, de lo público, de lo respetado, de lo humano, a las peruanas indígenas. El mensaje era evidente, ellas no eran ciudadanas, su lugar en el país no era ese y, por ello, se actuaba contra ellas como no se haría jamás contra otras mujeres limeñas y blancas con agenda política.
Trayendo el análisis de Aura Cumes, investigadora Maya-Kaqchikel de Guatemala, sobre las mujeres indígenas mayas, veíamos como el Perú formal, envalentonado por un régimen que despreciaba hasta la muerte al pueblo indígena movilizado, operaba desde el imaginario que el lugar de las mujeres indígenas de la sierra peruana era el de “sirvientas” o, en su defecto, eran tratadas, con suerte, como un “objeto turístico”. En ese sentido, no se pensaba otro lugar para ellas, peor aún, no se les imaginaba como ciudadanas con derechos políticos. Así lo reiteró muchas veces la propia Dina Boluarte, que en cadena nacional decía “ustedes no piden hospitales, viviendas… no entiendo que quieren…”. Las querían con las manos estiradas, no con el puño levantado en las principales plazas de la capital.

Pero ellas respondieron, desde las calles, que era su lugar de ciudadanización, donde peleaban por ser reconocidas como ciudadanas peruanas, porque cualquier institucionalidad estaba cerrada para ellas. El 8 de marzo en Campo de Marte, Aida Aroni, ayacuchana desplazada residente en Lima, detenida violentamente por otear la bandera peruana en las protestas decía: “mujeres trabajamos duro cargando con nuestros hijos en la espalda, con nuestros embarazos seguimos trabajando, damos luz con dolor seguimos trabajando, ¿quién nos dice algo?, alguien nos dice sabes que no trabajes toma te pago, acaso el Estado nos dice sabe que gracias tu estas trabajando para que yo coma y deja al bebe no trabajes nos dice, ¿con qué derecho nos tapa la boca? ¿con qué derecho nos humilla? ¿con qué derecho nos calla y pisotea? … La ciudad se expande gracias a las mujeres, la tierra se cultiva gracias a las mujeres, traemos con dolor a nuestros hijos y a nuestros hijos no los valoran, los matan… nosotras somos el Estado… también tenemos derecho a ser escuchadas.”
Aida Aroni no solo le contestaba al ministro de educación, sino que concentraba en su discurso, con megáfono en mano, la clave de las movilizaciones: ellas eran un sujeto político, que también alimentaban a ese Estado que las violentaba y las ninguneaba y al que ya no estaban dispuestas a dejarlo impune. Aida testimoniaba lo que miles de mujeres habían llegado a enunciar con su voz y sus cuerpos: ahora la política también sería con ellas.
La protesta, definitivamente la más sostenida que ha vivido el país en lo que va del siglo, siguió y ellas volvieron a enfrentarse al disciplinamiento patriarcal y racista. Hace unas semanas en la tercera toma de Lima, las vimos tratando de hacer lo que debería ser “normal” en cualquier democracia, manifestarse en una plaza pública. La violencia contra ellas de nuevo fue atroz. Las mujeres indígenas que han encabezado las protestas, junto a sus pares varones, han vivido el más cruel acoso político. Sin embargo, los reflectores hacia esta violencia han sido demasiado tenues. En estos meses también ha sido evidente que esta violencia se ha topado con la invisibilización de los propios sectores progresistas que han enarbolado por años los discursos de la igualdad.

Democratizadoras
En el Perú se esta jugando una transformación que toca las mismas bases de un Estado construido en la negación y el desprecio de la mayoría de quienes pueblan su territorio. Lo medular de este movimiento con agenda política, es que su vanguardia y gran parte de su composición es la población indígena de las regiones de la sierra sur, acompañados algunos pasos más atrás de los limeños de los conos, hijos y nietos de provincianos inmigrantes. Este sector representativo de las mayorías peruanas, se está jugando no solo su ciudadanía, sino también la resignificación de una patria que les fue esquiva.
En ese amplio movimiento, están las mujeres indígenas liderando también la remoción de esos cimientos injustos, poniendo en jaque una política patriarcal y racista, que solo le queda la violencia directa como respuesta. Enfrentando una élite técnica y política que solo alumbró con el sol de la igualdad a algunas. Están ahí interpelando, también, desde su acción, a otras mujeres que con discursos de igualdad no dudaron en felicitar el primer gabinete paritario de Dina Boluarte, mientras ya el régimen de origen ilegitimo empezaba a violentar a las mujeres del sur.
Las mujeres que pelean desde el 7 de diciembre han evidenciado el entramado de un patriarcado y racismo que nos atraviesa como sociedad, que nos fracciona, que hace imposible una verdadera democracia. He ahí que hoy se constituyan como sujetas políticas democratizadoras del país y portadoras de la resolución de la crisis.
- Socióloga por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Magíster en estudios de género y cultura en América Latina. Docente UNMSM. Socióloga por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Magíster en estudios de género y cultura en América Latina. Docente UNMSM.
- Matos Mar, José. Desborde Popular y Crisis del Estado, el nuevo rostro del Perú en la década de 1980. Instituto de Estudios Peruanos. 1986
- Cumes Aura. Seminario: Conversatorios sobre Mujeres y Género ~ Conversações sobre Mulheres e Gênero. Anuario Hojas de Warmi. 2012, nº 17. Pág. 2
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