La naturaleza nos ha obligado a parar. Cuando estábamos tan seguros de nuestra invencible modernidad global, cuando nos sentíamos tan autosuficientes con nuestra tecnología, descubrimos de golpe lo vulnerables que somos. Cuando estábamos tan agitados haciendo tantas cosas tan importantes, un virus diminuto nos obliga a detenernos. Quizás este momento de la historia será recordado en el futuro como la Gran Pausa.

La pausa se impone como la única salida para detener un virus muy contagioso y que puede llegar a matar a millones de personas si no se le detiene a tiempo. Como alguien explicó muy bien en un meme, el virus se mueve con la gente: si la gente no se mueve, el virus tampoco. Y una vez que termine su ciclo de acción en el cuerpo de las personas, se acaba la epidemia.

Así pues, una pausa radical -como la impuesta en China y como la que está tratando de establecer Perú-, es la única solución existente en este momento. Tarde o temprano, esa solución tendrá que ser adoptada en los “poderosos” países que aún se resisten a hacerlo, entre ellos EE. UU, Reino Unido, México, Brasil o Chile. Qué tan grande sea el daño en cada país, qué tan dolorosa sea esta etapa, dependerá en gran medida de cuánto tiempo se demoren en aceptar que es momento de parar.

Esta pausa puede convertirse en un momento muy valioso para evaluar el sentido de nuestras sociedades. Un momento para poner en el centro, nuevamente, el cuidado. Todo en esta coyuntura nos habla del cuidado. En un nivel obvio, el cuidado frente a la enfermedad: cuidar nuestra salud, ser responsables por la salud propia y por la de la comunidad; agradecer y valorar al personal médico y a todo el universo de personas que forman parte del sistema de salud pública, desde el personal de enfermería hasta el personal de limpieza.

Pero la cuarentena nos acerca a otro nivel de cuidado: el cuidado propio y de los demás en el hogar, las llamadas “tareas del hogar”, tan denigradas y relegadas por la centralidad del “trabajo productivo” que “genera dinero”.

Hay que decirlo: tan mal estamos, que el solo hecho de poder cumplir con la cuarentena y pasar tiempo en el hogar sin demasiadas angustias económicas, es un privilegio. En el Perú, la efectividad de la cuarentena está aún en duda porque la mayoría de los trabajadores vive al día o trabaja en condiciones precarias e informales. Los miles de ambulantes que han vuelto a La Parada no lo hacen por irresponsables: simplemente, si no trabajan, nadie les garantiza una cuarentena en la que puedan comer. En lo inmediato, esto es algo que debe resolverse con acciones de emergencia que van mucho más allá de la entrega del bono de 380 soles, como la entrega de víveres o la continuidad de los desayunos escolares distribuidos casa por casa, por ejemplo. Y en adelante, esto nos obliga a pensar si es viable una sociedad sometida a este grado de precariedad y vulnerabilidad.

Tampoco quiero romantizar el espacio familiar, por supuesto. Sabemos que las familias no son necesariamente “espacios de cuidado” y que, por ejemplo, la mayor parte de casos de violencia sexual y de género ocurren dentro del hogar. La cuarentena actual, sin duda, pone en riesgo a mujeres, niñas y niños que conviven con sus agresores. Desde una perspectiva comunitaria, colectiva, el cuidado trasciende las paredes del hogar y es una responsabilidad social.

Reconociendo esto, al mismo tiempo la cuarentena es una oportunidad para muchos de redescubrir que el trabajo de cuidado de la familia y de uno mismo en el hogar es… ¡una chambaza! Estar con nuestros hijos o hijas, educarles, preparar los alimentos, mantener la casa limpia y ordenada, ¡es un trabajo enorme! Y uno que, a diferencia de los trabajos asalariados, no tiene hora de salida. Pero este trabajo es el que produce la riqueza más valiosa, en realidad la única verdadera riqueza que tenemos: nuestra propia vida.

Que esta crisis nos haga ver lo que es realmente importante: alimentarnos, abrigarnos, poder abrazar a las personas a las que queremos.

Hace mucho tiempo, muchas personas, pensadoras, activistas, desde distintas perspectivas, vienen proponiendo reducir la jornada de trabajo “productivo” y reenfocar las prioridades de nuestra vida dándole por lo menos igual importancia al cuidado. Los textos de la alemana Frigga Haug, o en el Perú la propuesta de Carlos Tovar, entre muchos otros, son aportes innovadores en esa dirección, pero el mundo estaba “muy ocupado” como para prestarles atención. Ojalá que este momento de pausa nos sirva como una “terapia de choque” que nos ayude a reevaluar la importancia relativa de cada una de estas dimensiones.

La naturaleza también está agradeciendo esta Gran Pausa. Las imágenes y los datos que han circulado en estas semanas son elocuentes. Caída drástica de la contaminación del aire en China y en las ciudades españolas, caída de las emisiones de CO2, Venecia con aguas cristalinas, puertos italianos que son visitados por delfines curiosos ante la ausencia de personas, ciervos recorriendo las calles en Japón. En el Perú también están circulando imágenes de pelícanos y flamencos apoderándose de las playas sin humanos.

Todos los que estamos medianamente informados de la mega crisis ambiental global sabemos que, precisamente, lo que necesita la naturaleza es que paremos. Que paremos de quemar combustibles fósiles para producir energía, que paremos de comprar cosas que realmente no necesitamos, que reduzcamos los viajes inútiles en avión, que paremos de tirar basura… Y como dice el biólogo marino peruano Yuri Hooker (en la hermosa película “Pacificum”) “si a la vida le das una oportunidad, la vida florece”. Para la naturaleza, estas semanas o meses con los humanos metidos en sus casas con actividad mínima, son una oportunidad para florecer y recuperarse.

No se trata de entrar en un rollo antropofóbico, decir “nosotros somos el virus” y proponer la extinción del ser humano, como algunos a veces parecen hacer a la ligera. De hecho, la pausa también es por nuestra propia supervivencia. Es decir, hay escenarios que prevén que la mayor parte del Perú sería inhabitable en los próximos 100 años si la temperatura se eleva por sobre los 4º C. Parar, dejar de hacerle daño a nuestro ambiente, no ayudará solamente a los delfines y a los flamencos: nos ayudará a tener un país donde podamos vivir, alimentarnos y tomar agua, nosotros y nuestros hijos e hijas, en las próximas décadas. No se trata de extinguirnos: se trata de enfocar nuestra relación con la naturaleza también como una relación de cuidado y no de explotación infinita de recursos.

Estamos aprendiendo mucho de esta crisis sanitaria global. Ya habrá tiempo para los aprendizajes. Pero parece claro que muchas cosas habrán cambiado en el mundo cuando acabe la emergencia. Para bien y para mal.

Entre los riesgos, quizá veremos un regreso de la política de fronteras más cerradas, nuevos auges de xenofobia y un retroceso de los aspectos positivos de la globalización, así como un descrédito de la democracia occidental vista como menos eficiente que los regímenes autoritarios para hacer frente a estas situaciones de emergencia. Ya habrá momento para dar estos debates.

Para bien, parece evidente que la ideología del individualismo y la privatización quedará seriamente golpeada. Esta crisis es como la caída del Muro de Berlín para el neoliberalismo. Para todos queda claro que necesitamos más y mejor Estado, y no menos; que necesitamos poner en el centro lo público, no lo privado; que necesitamos un sistema de salud pública fuerte, con personal médico suficiente, con infraestructura adecuada y con todas las condiciones previas que ello implica, en especial recursos económicos que provienen de una mayor presión tributaria. Además, la imagen del empresariado no puede estar peor: tras ejemplos como los de Latam, Konecta, Cineplanet y muchos otros, es evidente que llegado el momento de una crisis, no van a ser las empresas privadas las que den la cara por nosotros. La lógica de la empresa privada siempre será garantizar las ganancias de sus accionistas y reducir al mínimo posible los costos. No son buenas o malas, morales o inmorales: simplemente esa es la naturaleza de la institución empresarial capitalista, para eso existe. Pero es evidente que no se puede dejar la gestión de aspectos elementales de la vida pública, como la salud, a entidades que no colocan en primer lugar la solidaridad ni el interés público.

Pero antes que “más y mejor Estado”, lo que necesitamos es capacidad de respuesta colectiva. Y el Estado es útil sólo en la medida en que permita canalizar y representar eso: nuestra respuesta colectiva. Y además, el Estado es útil sólo en la medida en que la sociedad tambien tenga esa capacidad de respuesta, ese espíritu cívico en el que todes nos sentimos parte de una comunidad mayor, y todes estamos dispuestos a participar y aportar en el bien común, aún si implica sacrificar un poco de nuestras comodidades o nuestra “libre irresponsabilidad individual”.

Y la muestra perfecta la tenemos ahora frente a nosotros. Ningún Estado será capaz de garantizar al 100% la inamovilidad total de la población. Para parar el virus, tenemos que hacerlo todos y todas, juntes. No basta con que cada uno de nosotros se cuide a sí mismo y a su familia: todos y todas tenemos que hacernos cargo, es una responsabilidad común y no únicamente individual.

Ojalá que pasada la crisis no olvidemos la lección.