Hace algunos días, como parte de la campaña promocional de La Foquita: el 10 de la calle, dirigida por el joven cineasta Martín Casapía, se mencionó que estamos, por primera vez, ante un filme de elenco de mayoría afro. En entrevista al diario La República, la actriz Anaí Padilla, indicó que “…es la primera película en la historia del cine peruano que tiene un elenco afroperuano en un 80% y además como protagonistas”.

A ver, si el filme es un biopic (una biografía ficcionada de la vida de personajes públicos) sobre el futbolista Jefferson Farfán, obligatoriamente, se tiene que buscar en el proceso de casting a actores y actrices que representen con fidelidad a los personajes de la vida real. Pero, sabemos que en un país racista y clasista como el nuestro, es probable que si alguien quiere hacer un filme sobre San Martín de Porres o Arturo Zambo Cavero no necesariamente un actor afrodescendiente lo interpretaría. Sino recordar el blackface que aparece en la película Guerrero, dirigida por Fernando Villarán, y producida por Tondero, ya que se “pintó” y se puso peluca a una actriz (Magdyel Ugaz) para que haga de afrodescendiente. Por ello, las declaraciones de la actriz, que da vida a la madre de Farfán, lamentablemente, a pesar de que debería ser una certeza (actores afros para una película sobre afros), son menciones necesarias ante tanto exabrupto en este tipo de representaciones.

Vayamos ahora a comentar algunos aspectos de este filme de Casapía. De lejos, la primera parte de La Foquita: el 10 de la calle, es superior a todo Guerrero, de Tondero. Pero esto que menciono tampoco es un halago, ya que es fácil superar la película de Tondero, que es muy floja en todo sentido. En esta parte, vemos a un Farfán pequeño, interpretado por Rey del Castillo, donde se usan con agilidad a algunos recursos del cine infantil: un protagonista fácilmente adorable, la exaltación de los vínculos maternos, la búsqueda de la figura paterna, la relación con los amigos del barrio, todo con un toque de comedia, donde prima la clásica criollada, la picardía, y el humor físico a punta de meneos y zapateos. Sin embargo, luego de esta primera parte que podríamos denominar “cumplidora”, la película se desbarata, sobre todo por las actuaciones del Farfán adolescente y adulto, por montajes absurdos a ritmo de folk, o puestas en escena demasiado planas (como las secuencias de Farfán en Medio Oriente u Holanda, o las escenas de Farfán papá).

Por otro lado, nunca se menciona cómo es que nace el apodo de ‘la foquita’, y que da el título al filme, como si se quisiera obviar este apelativo a lo largo de las tres edades del futbolista. Además, proporciona una imagen demasiado santificada del famoso futbolista, como gran salvador del deporte peruano, cuyo mayor defecto es robarse un alfajor a los diez años o chupar un chilcano en una discoteca a los quince.

También, cómo negarlo, se agradece que no aparezcan promociones insólitas de Claro o Pilsen, ya que casi no hay presencia de product placement; que, en manos de los cineastas peruanos, es una clara demostración de sus torpezas para introducir estos elementos mercantiles en sus historias.

Si vemos a La Foquita: el 10 de la calle como un filme para un público infantil, cuadra mejor su visión naive, ingenua, de la vida de un futbolista, libre de lo que usualmente forma parte de la vida deportiva y su espectacularización. Sin embargo, el cineasta apela en muchos casos a un humor burdo, o cosificador de las mujeres, como en aquella escena en la que la actriz Stephanie Orué luce una minifalda, y se apela a un primer plano muy cercano de su trasero, para luego colocar un contraplano de Farfán niño con sus amigos -con rostros babeantes- apreciando esas nalgas “suculentas”, tomas lejanas al mundo Disney. Por ello,  La Foquita: el 10 de la calle contiene exabruptos innecesarios, aunque su primera parte funcione con más coherencia, como relato televisivo que busca inspirar de modo básico, al transmitir a ese público objetivo, que los sueños, a través del fútbol, se hacen realidad.