Escribe Carlos A. Bedoya.

Por más que la fiscalía haya decidido investigar a Keiko Fujimori y Alan García (AG) respectivamente bajo la ley de crimen organizado, no se puede afirmar que esta institución titular de la acción penal sea aliada de la lucha contra la corrupción. Todo lo contrario, ha tardado meses en abrir investigación a los dos líderes de las organizaciones políticas más vinculadas a la corrupción en la historia peruana reciente, tras la explosión del caso Lava Jato que los vincula directamente.

Tanto el fujimorismo como el alanismo tienen en su ADN el robo y la práctica mafiosa. Basta revisar lo que han sido sus gobiernos. No por gusto, Alberto Fujimori figura como el séptimo presidente más corrupto del mundo (Transparencia Internacional), y el segundo gobierno de AG es percibido por los peruanos como el más corrupto en lo que va del siglo (Proética). Además de los nexos del narcotráfico con el Clan Fujimori que van desde las épocas de Alberto y Vladimiro Montesinos hasta los de Keiko y Joaquín Ramírez.

Es evidente el lentísimo papel que ha tenido la fiscalía a la hora de escrudiñar a Keiko Fujimori y a AG, los dos rezagados en el caso Lava Jato. Y eso tiene que ver con la correlación de fuerzas existente. Con la abrumadora presencia de Fuerza Popular en el Congreso, a la cual está adherida la minúscula bancada congresal de AG. Pero también con la disciplina aprista interna y sus conexiones en el Poder Judicial que aseguran la chanchullada que se empieza a cocinar siempre en la fiscalía.

La Comisión Lava Jato en el Legislativo es una pantomima destinada a lavarle la cara a Keiko y a AG. Está deslegitimada tan solo por el hecho de que la presida la fujimorista Rosa Bartra.

Ya en los noventa, el Fujimorato también dio la mano a AG para quedar impune de la gran corrupción de su primer gobierno. En el capítulo “Asaltos a la democracia” de su libro “Historia de la Corrupción en el Perú”, el extinto Alfonso Quiroz expresa muy bien esta colaboración: “…después de 1992, el gobierno inconstitucional de Fujimori ayudó indirectamente a la defensa legal de García, gracias a su interferencia en un juicio torpemente manejado, que tuvo como resultado la desestimación del caso contra el exiliado presidente. En suma, García y sus asociados se beneficiaron con el continuo deterioro del sistema legal peruano, influido y corrompido aún más por las fuerzas escondidas detrás del régimen de Fujimori” (p. 439).

En la actualidad la situación no es muy distinta salvo porque el negocio es entre AG y la hija de Fujimori y porque ambos están comprometidos con la información que viene de Brasil a cuenta gotas gracias a la “lentitud” de una fiscalía que lo más probable es que haga las cosas tan mal, que a las finales las investigaciones queden en nada.

Si bien se sienten pasos para que por fin AG pague por todo lo que robó al menos en las obras de Odebrecht (caso Atala, coimas en el Metro 1, etc.) la falta de un movimiento social que exija justicia y fin de la impunidad es su mayor ventaja.

Frente a la lumpenería, la ciudadanía debe entender que el principal problema del Perú es la corrupción. Pero ese significante vacío debe llenarse con la convocatoria de colectivos y grupos políticos que asuman entre otras tareas, la de vigilar y denunciar lo que hace y no hace la Fiscalía y el Poder Judicial. Construir un movimiento social contra la corrupción de AG, Keiko y compañía es harto difícil, pero no imposible.

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