¿Cómo se vive la contaminación minera y la afectación por metales pesados bajo la piel de una mujer? Estudios apuntan a un impacto a la salud diferenciado sobre ellas. La realidad expone que además cargan con el peso de una familia enferma y la estigmatización por defender el medio ambiente.
Por Alvaro Meneses
Fotografías: Juan Zapata
Todos los seres humanos, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), se encuentran expuestos al contacto con algún tipo de metal pesado. No todos, sin embargo, conviven por más de 30 años con empresas mineras, ríos y suelos contaminados, con una familia enferma, ni son objetos de estigmatización y difamación por defender la salud de su pueblo y el medio ambiente que habitan. Una de esas personas es Melchora Surco, comunera del centro poblado Alto Huancané, en el distrito y provincia de Espinar (Cusco), afectada por metales pesados y vecina del relave donde la minera Antapaccay, de la transnacional suiza Glencore, deposita sus residuos tóxicos.
“En toda la comunidad antes nosotros vivíamos tranquilos, sin ninguna dificultad”, rememora Melchora, campesina creyente de la Asociación Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal. Ahora, cuenta, todas las familias de su zona sufren los síntomas de los metales pesados en la sangre. “Acá los niños y jóvenes paran con dolor de barriga, dolor de cabeza, dolor de sus cuerpos”. Todos, dice, parecen ancianos.
Hace apenas dos meses, recuerda Melchora mientras señala una casa ubicada a unos metros de la suya, falleció su vecino Juan Carlos Ocorte. Y hace tres, otro comunero de la misma casa conocido como don Luciano Ocorte. Ambos, cree recordar Melchora, fallecieron por cáncer estomacal.

Los metales pesados, como el mercurio por ejemplo, son tóxicos para los sistemas nervioso, digestivo e inmunológico, así como para los pulmones, riñones y la piel, de acuerdo a los protocolos de la OMS para casos de poblaciones afectadas por estas sustancias. La presencia de metales en un cuerpo humano también podría generar neuropatías que deterioran los músculos y los expone a contracturas, deformaciones y sequedad de la piel.
“Yo, por ejemplo, me duele mi cabeza, no hay ganas para comer, cuánto quiero trabajar, pero no se puede. Me siento mal, me duelen todos mis huesos, mi barriga”, exclama Melchora. “¿Por qué en otras comunidades donde no hay minería no están como yo?”, se cuestiona. “Acá estamos flacas, amarillas, tengo dolor de riñón, el ovario duele, duele orinar también”, agrega, tocándose la zona pélvica.
De acuerdo a un estudio publicado en el Centro Nacional de Información de Biotecnología de Estados Unidos (NCBI por sus siglas en inglés), existe evidencia que sugiere una diferencia sexual en la retención de metales pesados en el sistema nervioso y los riñones. Una prueba en roedores de 56 días de vida con pequeñas dosis de cloruro de metilmercurio brindó esa información al estudio “Diferencias sexuales en la distribución y retención de mercurio orgánico e inorgánico en ratas tratadas con metilmercurio”.
El estudio encontró que, si bien la eliminación del mercurio fue más rápida en los cuerpos de las ratas hembras, fueron sus riñones y cerebros los que concentraron mayores dosis de la sustancia tóxica, en comparación con los machos. A diferencia de los machos, los cerebros de las hembras estuvieron 2,19 veces más expuestos al mercurio.

La bióloga Karem Luque, de Derechos Humanos Sin Fronteras (DHSF) y miembro de la Mesa Técnica de Salud Ambiental y Humana, por su trabajo también conoce los efectos de los metales pesados en mujeres. “Varias de ellas han manifestado la aparición de granos y manchas blanquecinas en la piel, similar a la producida por hongos. Esto principalmente por tocar el agua para el uso de la cocina, los lavados domésticos y el aseo personal”, dice.
Luque también resalta el daño que los metales pesados, como el mercurio, genera en las mujeres embarazadas: “El mercurio puede cruzar la placenta, y afectar al feto. La evidencia nos dice además que la presencia de mercurio está relacionada a la teratogenicidad y al efecto embriocida. Es decir, procesos de malformación congenita o matar al embrión, y eso podría asociarse a los abortos”, señala.

Este tipo de síntomas y evidencias, sostiene la bióloga de DHSF, muestra una afectación de metales pesados diferenciada por género porque las personas que tienen mayor contacto con el agua contaminada son las mujeres en comparación con los varones.
El Estado peruano, por su parte, desde hace más de diez años cuenta con indicios de los dolores en común que habitan en los hogares de la provincia de Espinar y la contaminación impregnada en las aguas y suelos de la zona.
MALES CONOCIDOS
El génesis de la contaminación en Espinar, de acuerdo a las denuncias de la población y los indicadores de los estudios toxicológicos realizados hasta la fecha, apunta al relave de la minera Tintaya, cuyas operaciones concluyeron en 2012. Desde entonces, es la empresa Antapaccay, cuyo proyecto se encuentra a pocos kilómetros, la que usa el mismo relave para guardar sus desechos tóxicos.
Las pruebas comenzaron a surgir entre 2002 y 2005, cuando se realizaron los primeros monitoreos ambientales en fuentes de agua, suelos y aire de Espinar, para medir la contaminación en el área de influencia del proyecto minero Tintaya. Los resultados mostraron que en algunos puntos analizados se sobrepasaron los límites permisibles en hierro, manganeso, cobre, selenio y arsénico.
Los mismos resultados se obtuvieron de un monitoreo ambiental realizado del 2008 al 2010 por el Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (OSINERGMIN).

En 2010, el Centro Nacional de Salud Ocupacional y Protección del Medio Ambiente para la Salud (CENSOPAS), del Ministerio de Salud, examinó a 506 personas de las comunidades de Huarca, Huisa, Ccollana, Hanccollahua, Huano Huano, Paccopata y Jatarana, todas ubicadas en la provincia de Espinar. El 100% de las muestras tuvo niveles detectables de arsénico, cadmio, mercurio y plomo.
En 2012, la Vicaría de Solidaridad de la Prelatura de Sicuani, con la asistencia técnica de la Universidad Christian Abrechtzu de Kiel (Alemania), elaboró un monitoreo ambiental que volvió a detectar altos niveles de arsénico, plomo y otros metales pesados en fuentes de agua y suelos.
Por esos años la Oficina Defensorial del Cusco también emitió un informe sobre 17 metales pesados en la población de Espinar, y encontró que 11 de los 17 metales presentes en los organismos de la gente superaron los límites permisibles. En algunos casos la concentración de sustancias tóxicas superó hasta en 33 veces el límite.

Ese mismo año, la Municipalidad Provincial de Espinar realizó un análisis químico de metales pesados en 58 puntos de agua del área de influencia de la mina Tintaya, actual relave de Antapaccay, de los cuales 41 tuvieron niveles de metales pesados que superaron los estándares permitidos. También se analizó a las ovejas de la zona, y se observó que los órganos y carnes de los ovinos nacidos con malformaciones, así como los muertos, tenían concentraciones de arsénico, plomo y cromo.
EL PESO DEL HOGAR
Algunas de esas ovejas muertas eran de Esmeralda Larota, campesina de 33 años de la comunidad Huancané Bajo (Espinar), sin hijos pero con dos padres que a diario se quejan de dolores de cabeza y estómago. En casa, por estudios toxicológicos realizados por el Ministerio de Salud hace más de cinco años, los tres saben que sus cuerpos guardan una diversidad de metales pesados.

“Antes tenía más ovejas pero se me han muerto”, se lamenta Esmeralda. “Algunos por enfermos lo he vendido. Nacen mal, con las barrigas hinchadas y se mueren. A veces dejan de comer, se paran y se mueren. Y nosotros comíamos esa carne de oveja cuando se moría, carnes enfermas”. Ahora, aclara Esmeralda, entierran a sus ovinos fallecidos.
Mantener un ganado enfermo, cuenta, ya no le resulta económicamente sostenible. Solo le quedan cinco ovejas que podrían morir como las anteriores, y un hogar cada vez más enfermo. “Todo lo que tenía ahora ya se me ha acabado, ya no tengo con qué curar, con qué llevar al médico. Mamá me dice a veces ya me voy a morir, hija, con qué plata voy a hacerme curar. Me duele no poder ayudar a mis padres”, dice Esmeralda.
“Aunque no tengo hijos, los tengo a ellos y no puedo ayudarles. Si voy a trabajar, ¿quién les cuida?”, se pregunta, sin esperar una respuesta.

En el estudio “Mujeres, minería y salud mental”, de Derechos Humanos Sin Fronteras, se expone la carga emocional que recae sobre las mujeres que viven en zonas contaminadas por la minería. “Muchas de las compañeras tienen sentimientos de culpa, despojo, abandono. Son las encargadas de abastecer de alimentos a sus familias, y son conscientes que les dan agua envenenada a sus hijos y padres, y eso refuerza un patrón de estrés y culpabilidad”, explica la bióloga Karem Luque.
La afectación por metales pesados diferenciada por género no solo se sufre en el impacto emocional y a la salud, también se vive en la cotidianidad. El informe “En un ambiente tóxico – Ser madres después de un derrame de petróleo”, de Oxfam y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), advierte que la contaminación que genera una actividad extractiva “afecta directamente a la mujer en sus actividades de manejo de los recursos necesarios para el ejercicio de labores de cuidado”.

De acuerdo al informe, las mujeres son relegadas al ámbito doméstico y comunitario porque “las empresas dedicadas a las actividades extractivas prefieren contratar mano de obra masculina, lo cual permite a ellos un mayor vínculo con el mercado externo”. A su vez, dicha realidad genera una dependencia económica de la mujer frente al hombre.
Para Déborah Delgado, profesora e investigadora de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), especializada en sociología ambiental, es necesario abordar esta realidad con enfoque de género. “Los hombres en la zona en cuestión forman parte de la fuerza laboral proletarizada y en muy malas condiciones laborales, pero tienen acceso a una economía monetaria. En cambio las mujeres, con un trabajo que no es monetarizado, pierden valor. Es necesario mirar la vida cotidiana, quién hace qué y cómo. Eso nos ayuda a entender dónde está el sufrimiento y dónde debería parar”, señala.

TRIUNFO SIN TROFEO
Con un pueblo enfermo detrás, Melchora Surco y otros tres dirigentes de Espinar presentaron en 2019 una demanda contra varias instituciones del Estado por no declarar a la provincia en emergencia ambiental y sanitaria, pese a los estudios toxicológicos realizados en los últimos quince años que advirtieron la afectación de metales pesados en personas, animales, fuentes de agua y suelos. Contaminación por donde se vea.
El 5 de diciembre de ese año, el Juzgado Mixto y Penal Liquidadora de Espinar declaró fundada en parte la demanda y ordenó al Ministerio de Salud que en 90 días implemente una estrategia de emergencia sanitaria, un plan de acción para atención médica, vigilancia epidemiológica y monitoreo de las fuentes de agua. La sentencia fue confirmada el 30 de diciembre del 2020 por la Sala Mixta Descentralizada, Liquidadora y de Apelaciones de Canchis.
El triunfo en la vía judicial, sin embargo, resultó con un sabor a derrota.

“La sentencia ha salido para que nos vean en noventa días, pero hasta ahora no nos han visto cómo estamos las comunidades que vivimos al lado de la minera”, reclama Melchora casi veinte meses después de la primera sentencia. “Se olvidaron de nosotros, pero nuestras riquezas de acá están saliendo. ¿A consecuencia de qué? De nuestra salud. Estamos sufriendo envenenados de esos metales”.
Además del olvido del Estado, Melchora también afronta difamaciones y represalias. En su comunidad, varios de sus vecinos comenzaron a acusarla de haber recibido miles de soles por demandar al Estado. Los rumores no se confirmaron, pero sí calaron en la salud de Melchora. “Ya no tenía ganas para comer, lo que me decía la gente estaba en mi cabeza, no podía dormir, no podía ni echarme, mi cabeza me dolía y el cuello no podía ni voltear para acá”.
Como madre, cuenta Melchora, también teme que sus hijos sufran las represalias de ser parientes de una defensora ambiental. “A veces las mamás tienen miedo de hablar las verdades que nos está afectando, ya no quieren decir, porque sus hijos los van a botar del trabajo o no los van a recibir”, cuenta. Uno de esos hijos fue uno de los suyos.
“Será por mi culpa, por mi causa”, piensa Melchora. “La minera me conoce, soy como una oveja negra en la comunidad”.