Las denuncias públicas, en redes sociales, ante la caracterización racista y discriminadora de la deportista Vania Torres Olivieri, han demostrado la respuesta rápida y de rechazo de la sociedad civil. Si bien no hay la misma energía en las acciones del Estado peruano por erradicar y sensibilizar contra el racismo estructural, ad portas de una nueva ley, hay una necesidad en gran parte de la ciudadanía por discutir la normalización del racismo en las prácticas diarias, pero también sobre aquella que se ejerce en los sistemas de representaciones que patentan la televisión, el cine y demás artefactos del audiovisual.

Adentrarse en los linderos de la televisión peruana y de cómo se sigue aceptando “caracterizaciones” como la de la Paisana Jacinta, el negro Mama o la Pánfila es un tema que no tiene final, en la medida que se siguen emitiendo los programas y porque aún se percibirse entre los espectadores como no ofensivo, pese a haber incluso sentencias judiciales. Esto mismo pasa en el cine peruano, y no solo en la comedia, donde se siguen observando prácticas que remiten a estereotipos racistas, a partir del uso del blackface (como cuando pintaron a Magdyel Ugaz en Guerrero de Tondero), del brownface (Melania Urbina en Paloma de papel) o del llamado whitewashing, que consiste en blanquear, elegir actores o actrices blancos para hacer papeles de no blancos (que es lo más usual en el cine peruano).

La práctica de hacer que alguien se oscurezca la piel, de imitar burdamente un tono de voz o de usar un vestuario tradicional como un disfraz, solo ha servido para degradar, para marcar una distancia hacia un Otro que es imitable y deshumanizable. Y lamentablemente esto viene pasando aún en el cine local, ya que persiste una idea de que es válido, o parte de una supuesta libertad creativa, “desindigenizar” a los personajes, a partir de la interpretación de actores o actrices que no son andinos, pero que debido al guion deben imitarlo o aparentarlo. No se opta por brindar estos papeles a profesionales de las mismas regiones en sí, y esto pasa sobre todo con personajes mujeres, ya que así se estaría cumpliendo un deseo quizás inconsciente: de no ser andino, de no ser indígena y de no ser percibido como feo o poco atractivo. Se ha pensado que agregar trenzas y polleras ya es crear a una “andina”.

Veamos algunos casos de este blanqueamiento de lo andino que se ha podido ver a lo largo del cine peruano, y que producen andinas “express”.

Felícita en Retablo. Se trata de un personaje, una vendedora de frutas, que atrae al protagonista, el adolescente Segundo, y a su padre Noé. Es interpretado por la actriz limeña Claudia Solís, quien anteriormente participó en la película La navaja de don Juan. El problema con este personaje es que según el guion se trataría de una mujer joven, huamanguina, que se convierte en el objeto del deseo de Segundo. Al elegir a una actriz no andina, a la cual deben caracterizar racialmente, se estaría afirmando un estereotipo muy usual en el cine peruano: que las mujeres andinas no son atractivas sexualmente, o se las expone asexuadas, sin derecho al placer. Por ello, el cineasta opta por una actriz capitalina voluptuosa, que pueda encarnar este ideal de chola atractiva, que resulte sexi, deseable, bonita, a los ojos de los personajes, y, sobre todo, a los ojos de espectadores masculinos limeños y extranjeros.

Claudia Solís como Felícita de Retablo.

La mamá de Gregorio. Este clásico del cine peruano, realizado en 1984, tampoco pudo escapar al blanqueo de un personaje. Este fue interpretado por la actriz huantina Vetzy Pérez-Palma, sin embargo, su perfil físico no era el de una mujer andina, empobrecida, marginada, que migraba a Lima en plenos ochenta con un bebé y un pequeño de diez años. Su rol en este film, que apela al realismo y a desmantelar algunos preceptos de representación sobre la migración o la pobreza, luce forzado o impostado, a tal punto que tras llegar a Lima, Juana, el personaje de Pérez-Palma, cambia rápido de look, dejando polleras y trenzas, para verse más urbana y acorde al clima del arenal que la recibía. Un film que busca dar una imagen distinta del migrante, fuerte y resiliente, pero que no pudo evitar caer en este “whitewashing”.

Vetzy Pérez-Palma como la mamá de Gregorio.

Melania Urbina en Paloma de papel. La película narra el secuestro de un niño por parte de Sendero Luminoso, en Chuschi, Ayacucho, para que sea adoctrinado. Allí, la actriz encarna a una adolescente, que con pómulos oscurecidos, pollera y manta (lliclla), se vuelve la cuidadora y modeladora de este niño arrancado de su madre, la actriz Liliana Trujillo, quien también hace de andina. El problema, en este film de 2003, es la falsedad de la caracterización, que normaliza y anula la posibilidad de que alguna actriz ayacuchana pueda haber desarrollado ese papel. Por otro lado, por años el pequeño sistema de “estrellas” del cine peruano se apoderó de todas las representaciones posibles. Es decir, podemos ver a Melania Urbina, Tatiana Astengo o Mónica Sánchez haciendo el papel que se les apetezca, mientras que actrices como Magaly Solier estarán condenadas, casi siempre, a hacer el papel de andina migrante y sufrida.

Melania Urbina en Paloma de papel.

Judith Figueroa en Kukuli. Este emblemático film peruano en quechua, de 1961, hecho por los miembros de la llamada Escuela del Cusco, tampoco pudo escapar de la maldición de emplear actrices blancas para encarnar a mujeres andinas. Si nos ponemos en contexto, se podría decir que esa práctica la hacían todos en el cine de aquellos años, es más, había una tradición de brownface en media historia de Hollywood, sin embargo, esta película apostaba cambiar algunos paradigmas sobre cómo se representaba lo andino, pero cayó también en esta falsedad. La cusqueña Judith Figueroa, hermana del cineasta Luis Figueroa, quien dirigió este film junto a Eulogio Nishiyama y César Villanueva, encarnó a una mujer de la puna, pastora de ovejas, que es raptada por un mítico oso.

Judith Figueroa en Kukuli.

Irma Maury en Calichín. En este film de 2016, dirigido por Ricardo Maldonado, la actriz Irma Maury, conocida por sus papeles de madre antipática en Mil oficios o Al fondo hay sitio, interpretó en un breve rol secundario a una bodeguera, con las infaltables trenzas y polleras, en algún poblado andino. Aquí aparece la lógica de apelar a actrices conocidas de la televisión y darles un papel distinto con el fin de aportar a la comicidad del proyecto, pues al hablar como andina, sobre todo, (como pasó con Gustavo Bueno y su dejo serrano en la serie de Betito Aguilar) se intenta que logre causar risas. 

Irma Maury en Calichín.

Que una actriz limeña se ponga trenzas, polleras, hable con dejo quechua no significa versatilidad, no significa que puede desempeñar una gama distinta de personajes, o no revela que puede romper un encasillamiento actoral. Esto significa la permanencia de un sistema poco cuestionado, de racismo estructural en el mundo del audiovisual, avalado por productores, guionistas, cineastas y demás, incluso desde los mismos centros de formación en institutos y universidades de los futuros cineastas que no interpelan este modo de representaciones. Vivimos en la perseverancia en un sistema que excluye la posibilidad de que los universos afros, andinos o amazónicos sean autorrepresentados, al fortalecer paradigmas errados y tóxicos. ¿Un círculo difícil de romper?