Escribe Luis Paúcar*

En febrero de 2015, un niño de doce años se suicidó en su humilde cuarto de Iquitos. Los chicos que un día, en su colegio, lo escupieron y le dejaron cicatrices de burlas, entonces llevaban flores a su velorio y lo lloraban como se llora a los héroes caídos. Un día antes, su padre lo había rapado al enterarse de que era gay. Hoy, un año después y pese a las crueles estadísticas, este tema parece no importarle a nadie.

Según el colectivo “No tengo miedo”, el 35.6% de adolescentes gay sufre violencia escolar. La mayoría de ellos escapa de casa, se hunde en la depresión o, en el peor de los casos, se suicida. Hace un año, Miki (como lo llamaremos) que gustaba de la lectura y de escribir cuentos nos dejó,  y esto es lo que nos hubiera dicho. O tuvo tantas ganas, y no pudo. Por tu indiferencia.

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Yo tenía dieciséis años, en el corazón, y ni un solo lugar donde colocar el sentimiento de mi inocencia. No recuerdo en qué libro había leído esa frase, pero estoy seguro que fue durante el recreo, en mi colegio Petronila Perea de Punchana, en Iquitos. La anoté en la última página de mi cuaderno de Comunicación. Mamá lo guarda como si se tratara de una reliquia. Pero ya no importa. Estoy seguro que fue durante el recreo: yo me escondía en la biblioteca, en el salón o en el baño para que nadie se atreviera a quitarme mi lonchera, para que nadie me mirara mal, para que nadie más me gritara sau, loca, marica, maricón. Estaba harto de todo y de todos. Les mentía a mis compañeros que tenía un leve dolor en el estómago, y me escondía a leer. Mis profesores siempre me veían leer. Ellos también deben recordarme —aún me recuerdan— porque no hablaba en clase, nunca hablaba en clase, porque me comía las uñas. Pero una vez tomé valor y allí, delante de todo el colegio, actué de don José de San Martín: sobre la repisa principal de la sala, al lado del televisor Panasonic antiguo y de dos santos, está esa foto.

Una trágica y común historia homofóbica en un barrio común de Iquitos
Todas las noches les rezaba a esos santos.
Les pedía por mamá, para que me quisiera.
Les pedía por papá, para que alguna vez me abrazara con todas sus fuerzas.

Y les pedía por mis dos hermanos, para que se sentaran conmigo al borde del puente a mirar el río. Para que, sobre todas las cosas, no sintieran vergüenza de mí. Yo iba de la mano con ellos por la calle, o abrazados. Hay fotos en mi celular donde les lanzo un abrazo y ellos hacen un gesto de asco. Los amé tanto que tuve que irme de su lado.

Les pedía por todos ellos para que, al menos, pudieran sentir que los necesitaba. Que los necesitaba porque, además de mis libros, no tenía dónde echarme de lado a llorar el dolor que cargaba dentro. Como bombas molotov, como silencio subversivo.

Yo tenía doce años y ese dolor aquí, en el corazón, al que me había entrenado de a pocos, como el ejército, al que hubiera podido superar, con empeño, si mamá no me hubiera dado la espalda. Te juro que lo hubiera podido superar si mamá no me hubiera dado la espalda. Ella lo reconoce ahora, cuando es tarde para amarnos y la distancia nos separa.

Y papá. Papá me veía tendido sobre la alfombra, esperando a que las aves de la tarde llegaran a la ventana para alimentarlas. Desde hacía un tiempo había adquirido esa rutina: levantarme, rezar, ir al colegio y sentarme en la alfombra. Siempre a esperar. No sabía hacer otra cosa. Tal vez se me fue olvidando con el tiempo, hasta ese día en que mis amigos me escupieron durante el recreo. Llegué a casa y le dije a papá, y él me volvió a salivar de esta manera: “No llores, tú eres hombre. No quiero un hijo maricón”.

¿Puede ser un padre, al mismo tiempo, un asesino?

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Presos del desconcierto y del temor, además de una culpa injusta, al menos veinte niños y adolescentes se suicidaron en el país durante 2013, según el Instituto Nacional de Salud Mental Honorio Delgado-Hideyo Noguchi. Once víctimas fueron varones y nueve, mujeres. La mayoría tenía entre 12 y 17 años. La misma decisión tomaron ocho menores de entre 12 y 14, así como diez de entre 15 y 17 años.

En 2014, según un estudio de la Universidad Cayetano Heredia y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 44% de menores fue víctima de violencia escolar y pensó en el suicidio. Carlos Cáceres, director de la Unidad de salud, Sexualidad y Desarrollo Humano de la UPCH, señaló que “el bullying homofóbico se consideraba normal porque formaba parte del aprendizaje del niño, pero afortunadamente, ahora hay una mayor sensibilización sobre estos casos y un mayor intento por protegerlos”.

Las cifras, sin embargo, lanzan una bofetada. Solo el año pasado, el Ministerio de Educación recibió más de 700 denuncias por bullying. El exministro de Educación, Idel Vexler, decía que los padres de familia no deben dejar de lado la comunicación con sus hijos ni la confianza, eso que nunca sintió Miki, que se ahorcó en su habitación después de escribir una carta visceral, ni Luchito.

Luchito tenía quince años cuando, en julio del 2013, se colgó de una viga del techo de su vivienda, en San Martín de Porres. Hacía ballet, aún hay fotos en su Facebook. Además de los golpes que sus compañeros de colegio le propinaban —“a ver, defiéndete si eres hombre”—, cuando llegaba a casa, su hermana lo bañaba en orín para ver si solo así “dejaba de juntarse con sus amiguitos de la cuadra, que eran afeminados”.

¿A quién culpas en estos casos? ¿A tu compañero de escuela, que te escupía? ¿A tu hermana, que te bañaba con pichi? ¿A tu padre, que te rapó porque eras gay? ¿A tu madre, que no hizo nada? ¿A quién culpas? ¿Dónde reclamas justicia por la flor que ahora abrazas?

Según el psiquiatra Freddy Vásquez, el Perú sería el tercer país de América Latina con mayor número de suicidios de menores de edad a causa, precisamente, de la violencia escolar homofóbica. En todo caso, respecto a las sanciones, solo hay uno que se puede tomar como ejemplo: en 2013, el Tercer Juzgado de Familia de Cusco sancionó al director y a dos profesores del colegio Salesiano con el pago de una indemnización de diez mil soles a un menor que fue víctima de agresión en su salón de clases.
Pero qué hay del resto.

¿A dónde van los ángeles suicidas?

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Unos días antes de mi partida, la profesora Malena me había animado a participar en un concurso de cuentos. Nunca había escrito nada hasta esa mañana en que fui a la biblioteca del Petronila, y allí, mientras mis amigos corrían, jugaban básquet y fútbol durante el recreo, elucubré la historia de un niño que se quedaba sin madre. Lo escribí, por supuesto, a mano. Aún puedes ver los tachones y el corrector Faber Castell que puse en esa hoja cuadriculada. La profesora Malena los muestra. Solo esperaba llegar a casa y tipearlo, y luego imprimirlo para que, una vez puesto en un sobre manila, mi profesora lo enviara hasta la capital. Allí lo juzgarían.

Llegué a casa a las tres de la tarde. No almorcé ni hice mis tareas de matemática porque solo tenía ganas de ganar ese concurso. De pronto tocaron la puerta. Era papá. Había estado tomando con sus amigos. Estaba molesto. Al verme sentado, copiando mi cuento en una hoja de Word, me dijo: “¿Qué haces ahí, manganzón? Ponte a hacer algo”. Siempre me decía manganzón pero yo creía que esa palabra tenía el mismo significado de hijo. Entonces le respondí que estaba pasando mi cuento.

“Pasa, mierda”, me dijo, quitándome las hojas, escritas a mano temblorosa. Yo no quería que las leyera y se las quité, como si tratara de defender un tesoro. En ese momento papá se exaltó, me arranchó las hojas y luego las rompió en pedacitos —conté dieciocho pedacitos— mientras decía: “Mira lo que hago con tu cuento, mierda, tú no sabes escribir”.

Aún escucho la voz de papá, a todo volumen. Fui al baño a llorar y lancé los pedacitos al retrete. El ruido del agua se encargó de llevar esas partes de mí. Mamá había escuchado todo y tocó la puerta. Por supuesto que le abrí y me lancé a llorar a su pecho como nunca antes había llorado. Y ella, toda una flor, toda belleza, me decía: Ya pasará, ya pasará.
Pero nada ha pasado.

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La violencia escolar por razones homofóbicas es un problema colectivo e invisible. También una manifestación de intimidación sistemática y repetida contra un(a) estudiante por parte de uno o varios compañeros(as), violando sus derechos básicos. Es violencia psicológica, verbal, física, de modo presencial o por medios tecnológicos. Tiene características que lo diferencian de otras formas de violencia: es ejercida entre pares, existe abuso de poder y es sostenido en el tiempo. Además legitiman la violencia y el acoso los estudiantes considerados diferentes, afectando el clima escolar e instaurando un ambiente de agresión, de odio.

A esas conclusiones llegó el estudio “Era como ir todos los días al matadero – El bullying homofóbico en instituciones educativas públicas de Chile, Guatemala y Perú”,  realizado con la cooperación de la UNESCO y el PNUD  en seis colegios públicos de Perú, Chile y Guatemala.

Según señaló Ximena Salazar, una de las autoras de esta investigación, la solución de los directores y docentes para los que hacen bullying es el castigo y la represión, pero esta no es la solución del problema de fondo y muchas veces puede agudizar la agresión. Por ello, se debe tratar el problema con una visión integral, no solo viendo un caso particular: “Las víctimas tienen pocas esperanzas de que el problema se solucione, lo cual es peligroso debido a la carga de venganza y violencia que pueden desarrollar y que las puede llevar a dar solución por mano propia. Los estudiantes agredidos asumen, entonces que gran parte de la solución debe estar en ellos mismos”.

Esto declaró un estudiante de una escuela peruana:

“—Sí, en mi salón hay; que se juntan con más mujeres y les dicen ‘maricón’; así.
— ¿Y cómo es él por ejemplo? ¿Cómo me lo puedes describir?
—Es medio rarito.
— ¿Cómo así rarito?
—No habla como hombre sino un poco con dejo de mujer.
— ¿Y a él le suelen molestar también?
—A él es al que le meten el lapicero en el trasero.”

Hay cosas brutales como esta que vienen haciendo los niños.

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Anoche volví a soñar con ella.

Estaba en el vano de la ventana, mirando la calle, los carros, la lluvia selvática, que es dura. Estaba sola, malditamente sola. Me dijo que me quería. Que era su niño. Su querido niño pese a todo, pese a todos. Y me abrazó fuerte, como la última vez, y volví a ser el niño de overol sucio, sentado en un jardín a la espera del invierno, como esa foto que adorna mi casa. Después de mi huida, mi casa ha sido presa del silencio.
Yo hablo por ese silencio.

Se fue rápido. Se fue sin decir nada, sin despedirse, sin siquiera decirme adiós con la mano, hasta nunca, hasta mañana, mi niño, reza, sin apagar la luz del cuarto como lo hacía todas las noches, religiosamente, todas las benditas noches. Era ella. Llevaba una flor. Hasta ahora guarda los pétalos de esa flor por si algún día decido regresar. Por si algún día logra sentir, al menos, el filo de mis dedos. Anoche quiso saludarme y salió a mirar las estrellas.

Yo tampoco te he olvidado, mamá.

 

*Luis Paucar es colaborador en SinEtiquetas.org. Está crónica ganó el primer lugar en la categoría digital del I Concurso Nacional de Periodistas ‘Periodismo que llega Sin Violencia’.