El suicidio de Alan García Pérez es una tragedia por donde se le mire. Por supuesto que es una tragedia a nivel personal y familiar: que un ser humano, en cualquier circunstancia e incluso si está acorralado por investigaciones sobre corrupción de las cuáles ya no podrá rehuir, tome la decisión de quitarse la vida. Es un desenlace trágico que nadie hubiera podido desear ni imaginar. Pero, la figura de García condensa hoy día muchas otras tragedias: es, en cierta forma, el suicidio de la clase política que ha gobernado este país desde hace casi 35 años. Es el suicidio de la política, o al menos de una cierta forma de entender la política.

¿Por qué?, ¿qué es el caso Lava Jato para el Perú, sino el suicidio del propio Estado peruano, del propio sistema democrático? Una clase dirigente que optó por romper conscientemente el propio contrato social que es el sustento de un régimen democrático, al dejarse comprar por la angurria del dinero, y colocarse al servicio de intereses empresariales, ha disparado el gatillo que la sepultará de nuestra historia.

La tragedia reside en el mismo hecho de que estemos envueltos en esta crisis profunda, con un ex presidente que se acaba de suicidar como último acto de evasión de la justicia; dos expresidentes en prisión, un expresidente con orden de detención, prófugo y borracho de corrupción en EE.UU. y un expresidente esperando la presentación de la acusación fiscal luego de haber pasado casi un año detenido, así como la cabeza de la oposición con prisión preventiva. Todos involucrados en coimas, lavado de dinero y redes de corrupción, ¡todos! De derecha o progresistas, liberales, conservadores o nacionalistas, de vena autoritaria  o “democrática”, sin importar distinciones ideológicas o programas políticos.

Que Alan García se haya disparado es un triste corolario en esta tragedia nacional, es una metáfora terrible de lo que ha hecho la clase política con el país.

Por supuesto que también es una tragedia para la verdad, esa que los peruanos y peruanas venimos reclamando. García quizás se lleva a la tumba información sensible que podría haber contribuido a desenredar la enmarañada madeja de vínculos del caso Odebrecht. Sin embargo, la información principal está en documentos, transferencias y registros que están saliendo a la luz, y la verdad histórica será inocultable. El mayor riesgo ahora es que el suicidio de García influya en un cambio en el ánimo nacional y sea utilizado como excusa para paralizar el trabajo de los fiscales que vienen investigando todos estos casos de corrupción. Ese riesgo debe ser enfrentado: la muerte de García es una triste y dramática decisión, y nadie puede celebrar este desenlace, pero la investigación y sanción a los responsables de corrupción tiene que llegar hasta el final. Merecemos la verdad y nada más que la verdad.

Pero el suicidio metafórico de la clase política nos hace pensar en otro riesgo mayor: ¿qué viene ahora?, sepultada la clase política ¿Cómo reconstruir un país con una política sana, transparente y que realmente esté al servicio de la gente? ¿Cómo reconstruir una política con verdad y con justicia, en medio de la desesperanza y descreimiento generalizado? La muerte de la política puede llevar al ascenso del cinismo, la antipolítica, el fascismo y el autoritarismo, como está ocurriendo en el vecino país de Brasil, epicentro -precisamente- del terremoto Lava Jato. Es responsabilidad de todos y todas, de los ciudadanos y ciudadanas, del periodismo y los medios de comunicación y de los políticos y políticas honestos que sí existen, evitar una deriva destructiva y convertir este momento de tragedia nacional en un punto de inflexión que permita la construcción de un país diferente.