La lamentable muerte del cineasta Felipe Degregori vuelve a poner en discusión la situación de vulnerabilidad en la que viven gran parte de trabajadoras y trabajadores de la Cultura en el Perú. No solo la pandemia desnudó la informalidad, precariedad o inestabilidad, sino que también puso en evidencia un desinterés en las políticas públicas por brindar alternativas ante situaciones de abandono, de crisis o de enfermedad.

Felipe Degregori, de 68 años, debutó en el cine con los cortometrajes documentales Daniel Alcides Carrión (1977) y El día de mi suerte (1978), para luego dirigir su primer largometraje de ficción, Abisa a los compañeros (1979). Todas estas obras fueron realizadas dentro de los incentivos de la ley 19327, dada en el gobierno de Velasco Alvarado.

Tras algunos años de no poder llevar a cabo diversos proyectos, al igual que muchos cineastas en búsqueda de financiamiento, realizó su segundo largometraje, la comedia Todos somos estrellas (1993), un film -quizás su mejor obra- que se antecedió a la crítica de los realities y al rol buitre de algunos medios de comunicación. Y en el año 2000 dirigió, Ciudad de M (2000), obra fallida de intenciones comerciales, a partir de una novela de Oscar Malca.

En grabación de Chungui: Horror sin lágrimas.



Posteriormente, Degregori se dedicó a explorar nuevamente las formas documentales, desde el video y gracias a recursos de organizaciones no gubernamentales. Así, el cineasta se dedicaría a realizar obras para la reflexión social, tanto sobre temas de discriminación de género y racial, sobre la crueldad y genocidios del Conflicto Armando Interno (Chungui Horror sin Lágrimas, 2010), sobre el rol de las mujeres en la lucha contra Sendero Luminoso (Mujeres en la Guerra, 2011) realizada por encargo del Centro de Promoción y Desarrollo Poblacional (Ceprodep), o sobre la vida del habitante ribereño en la selva peruana (No hay lugar más diverso, 2012), entre otras.

Esta última etapa nos habla con más énfasis de las intenciones o viraje hacia problemáticas sociales o memorias de este cineasta muy vinculado además al trabajo de su hermano Carlos Iván Degregori, reconocido antropólogo quien falleciera en 2011. Esta desaparición produjo en Degregori un estado de duelo extendido. En el film Todos somos estrellas (2011) de Patricia Wiesse, vemos a un cineasta melancólico y en soledad. El director dejaba en evidencia su depresión y el dolor que le seguía causando esta ausencia.

La partida de Degregori no solo es un llamado de atención al Estado y la posibilidad que tiene de poder brindar medidas excepcionales para este tipo de casos. Y también un llamado de alerta sobre su legado. Cortometrajes inhallables y largometrajes que están deteriorados o que cuentan con una única copia en 35 mm que urge preservar, que necesitan ser recuperados y restaurados.



Anualmente el Ministerio de Cultura otorga diversos estímulos para el audiovisual, la gran mayoría de ellos concursables, entre ellos inexplicablemente los reconocimientos para destacar la labor u obra de algún cineasta a modo de premio. Sin embargo, también es urgente otorgar recursos de manera directa para personas en situaciones como las que padecía Felipe Degregori, quien afrontaba desde hace algunos años una grave depresión y problemas económicos, y que sobrevivía gracias a la caridad. Abandono, depresión y enfermedad unidos a una dolorosa indiferencia, sobre todo considerando que Degregori fue hallado muerto solo en un cuarto, en Villa María del Triunfo, y que era apoyado por una entidad benefactora de una iglesia. ¿No sería acaso labor de gremios o sindicatos de artistas o cineastas identificar estos casos de abandono de colegas, lanzar alertas, y evitar estas tragedias? ¿No es acaso papel del Estado garantizar que las personas que aportan al cine y audiovisual peruano no queden en un total desamparo debido a su edad, enfermedades o precarización extrema?

Usualmente las leyes en el Perú de protección a los trabajadores de la cultura buscan ser una salvaguarda de sus derechos creativos, basado en sus productos, en la defensa de derechos de autoría o aquellos puntos indispensables regulados por las normas del Ministerio de Trabajo. Sin embargo, pareciera que desde el diseño de las políticas se da preferencia o se antepone la defensa de la obra a la persona que la creó. Las obras parecen estar más protegidas que la vida misma.


Hace menos de dos años, el cineasta de Wiñaypacha, Oscar Catacora falleció debido a una apendicitis no atendida a tiempo. Se encontraba en trabajo de rodaje en las alturas de Ilave, en Puno. En este caso, se confirmó una carencia que afecta a miles de peruanos y peruanas que viven en zonas rurales: la ausencia de centros médicos u hospitales. En cualquier lado del mundo, la tasa de mortalidad por apendicitis es muy baja, excepto en algunas zonas de las alturas o espacios alejados del país. Otra forma de precariedad.

Perú es el país de los homenajes póstumos. Somos parte de este país de los obituarios sensibles, de las elegías bien escritas, de las sentidas maromas emocionales para saldar la falta de acción previa. Y, en este sentido, el fallecimiento de Degregori no es un caso aislado. Y más bien es un llamado a la acción para no desatender y no olvidar que el cine peruano es también, sobre todo, la demostración de la entrega de personas. No más: Hacer una película para luego recibir olvido.