Joker bien podría llamarse Arthur, Roberto o Popy. Podría ser la historia de algún payaso psicótico cualquiera. El mundo de DC comics es apenas necesario. Da igual que exista ciudad Gótica o que Thomas Wayne quiera postular a la alcaldía o que el protagonista se cruce con su contrincante del futuro, un proto Batman. Más bien, Joker es un film sobre un desclasado que sobrevive a un trauma personal, pero mediado por su obsesión de convertirse en comediante. La película no solo es la descripción del problema psiquiátrico de Arthur Fleck, sino el cruce de dos manifestaciones que todo el mundo reconoce como disociadas, pero aquí materializadas en un único ser: La comedia aliada a la seriedad. La risa y el gesto serio, unidos en el rostro y acción del Guasón.
Fleck es un hombre que no divide lo serio de lo cómico. Por ello, la típica pregunta de ¿me puedes decir de qué te estás riendo? se repite en varias escenas. ¿Qué es lo que hace carcajearse a este personaje si lo que vemos no causa risa? ¿Por qué esa necesidad de estar disculpándose a través de una tarjeta que advierte al interlocutor que la risa es una respuesta física de un cuerpo que no puede controlarse? Por eso la peculiaridad patética que atrae de Arthur y que hace que pueda salir en un programa famoso de TV es esa capacidad de reírse en la nada. Una carcajada producto de la enfermedad y de la conciencia plena de ese mal mental.
Más allá de la relación del personaje del Joker que construye el cineasta Todd Phillips con la figura extraída del mundo del comic, lo que el film propone es un cuestionamiento a la dimensión actual de la comedia. ¿Qué es lo que hace reír? ¿Quién decide qué es lo que causa risa y qué no? En un mundo de corrección política, el Joker de Joaquín Phoenix luce como un incendiario que con su egomanía, necesidad de reconocimiento social, quiere hacer reír a punta de sucesos nada risibles.
Recordemos el inicio del Joker: Joaquín Phoenix ante un espejo dibujándose con los dedos una sonrisa forzada, cuando todo hace indicar que se trata de un ser sufriente. De esta manera, confirma esa clásica premisa que describe la naturaleza emocional del payaso por excelencia y que ha gobernado el imaginario sobre este tipo de personajes a lo largo de la historia: «Ríe pero llora por dentro». Más que los antecedentes del Joker en el cómic y en el cine, el referente central de este film de Phillips es la del bufón medieval, extraído de la literatura oral y del teatro, como una figura irreverente, única, absolutamente política, capaz de decirle sus verdades a reyes y demás privilegiados. Pero también de los payasos tristes, a la manera de Gelsomina en La strada o el personaje de Jerry Lewis en El día que el payaso lloró.
Pero este Joker ¿es un desclasado social? Tiene trabajo, recibe subvención estatal, atención psiquiátrica, nunca descubrió el mal vivido en la infancia, es más, adora a su anciana madre a quien baña, alimenta y cuida. Sin embargo, recibe ataques de niños y de jóvenes ricos, como las bromas que recibe a diario la atracción de circo que encarna su amigo Gary. Su resentimiento no es de índole social, sino íntimo. ¿Qué es lo que detona esta furia en el Joker? ¿Qué hace que se vuelva un ícono de la insurrección? Que un compañero de trabajo le entregue un arma se convierte en la llave hacia el uso del poder, o en algo que nunca ha tenido: poder sobre sí mismo, la libertad de causar temor, aniquilar y controlar incluso la posibilidad de quitarse o no la vida. Por ello, como cierre, que se redondea con ese inicio del Joker mirándose solo ante un espejo, sin platea, triste y dibujándose una sonrisa, se le ve luego erigido sobre un auto chocado, asumido por las masas enfebrecidas y en disturbio de ciudad Gótica como el gran héroe, el gran líder antisistema, momento en que por fin puede dibujarse nuevamente la sonrisa, pero con su propia sangre y ante el mayor reconocimiento social. Cambia el modo en que surge la carcajada pero el Joker sigue siendo el mismo.
El contexto social del Joker es lo menos logrado del film, que queda en desventaja ante el perfil sicológico del personaje que construye el cineasta (encarnado en este proceso de viaje de construcción de la famosa marca en los labios). Percibimos que una ciudad está a punto de reventar por el abandono político o las plagas insalubres, a través de algunos reportes noticiarios o porque la asistenta social indica que se acabaron los subsidios. Por ello, las posibilidades de leer el film como una metáfora social resulta débil, por verse como un esbozo o apenas caricatura de disturbios.
La actuación de Joaquín Phoenix en Joker tiene similitudes con su actuación en You Were Never Really Here (En realidad, nunca estuviste aquí, 2017), de Lynne Ramsay, donde la relación con la madre es definitiva, en la medida, que modela la relación del personaje con el mundo que lo rodea. Arthur es, como dice en una escena, el padre de la familia, el que vela por la madre. Por eso, Phillips va planteando esta correlación a futuro también con la orfandad de Bruce Wayne. Sin embargo, el exceso de muecas, de ese lado físico en debacle, que ya había explotado en The Master de Paul Thomas Anderson, nos hace pensar en otros trabajos de Phoenix más relevantes como actor y menos marketeados.
Un punto también a mencionar, es que Joker haya ganado el León de Oro en el reciente Festival de Venecia. Ha logrado que un film estrenado en un espacio de exhibición alternativo, usualmente ámbito de trabajos de búsquedas formales e intenciones cinematográficas distintas (antes ganó Lav Diaz por ejemplo, aunque Roma o La forma del agua también), haya logrado una transacción imposible: que un León de Oro movilice millones en la taquilla. Cuando el cine mainstream parasita todos los espacios posibles de exhibición. La otra gran carcajada del Joker.