En Las hijas de Nantu, documental peruano del cineasta y antropólogo tacneño Willy Guevara, se plantean dos posibilidades para abordar la realidad de la mujer awajún: desde un lado oscuro, de envenenamientos suicidas ante la opresión y maltrato de los hombres, y desde su lado de luz, la cadena femenina que mantiene por siglos la tradición de transmitir cantos mágicos y religiosos.

La proeza de Willy Guevara, y que su formación en antropología hace que se vuelva una ventaja, es su acercamiento a las mujeres de comunidades awajún en la selva de la región Amazonas, que muestra un grado de intimidad y confianza que se percibe en la docena de testimonios sobre violencia familiar machista. Mujeres mirando a la cámara y confesando los horrores de la cotidianidad y que se traducen en rituales de muerte, de una cultura del envenenamiento como acto de resistencia y fortaleza ante una realidad hostil.

Los testimonios que recoge Willy Guevara, y que le tomaron casi veinte años de interacción con las comunidades, además de ser resultado de un proceso difícil de transacción sobre todo con los hombres que no querían a las mujeres ante las cámaras, proponen una sensibilidad ante una situación normalizada. Si bien las causas de intento de suicidio entre las mujeres awajún podrían ser diversas, Guevara se centra en aquellas que remiten a situaciones de vunerabilidad ante la  violencia familiar: abusos sexuales, humillaciones, matrimonios de niñas con hombres mayores, infidelidades y agresiones físicas.

Es decir, los testimonios parecen rebatir aquello que podría denominarse como una práctica comunitaria suicida o una “política del suicidio”, como acto consciente y pactado entre mujeres, y que más bien el cineasta se detiene en mostrar este problema como un contagio, como arrebatos ante situaciones extremas de maltrato y desesperación. Los hombres awajún pueden ser polígamos, y esta institucionalización ha creado un desfase entre el rol de ambos, hombres y mujeres, como proveedores dentro de un núcleo familiar. En todo caso, la resistencia se asume como parte de esa voluntad de lograr que las mujeres decidan por sí mismas en un acto crudo y doloroso.

Hay una clave de interés en el film y que aparece al inicio, a modo de dramatización, donde se ve en una escena a un grupo de mujeres vestidas de rojo ocre (color típico de la comunidad) tomando brebajes de plantas peligrosas. Este rito que Guevara pone en escena, y teatraliza de alguna manera, permite una idea de comunidad de muerte que poco a poco los posteriores testimonios van armando. Poco a poco, el cineasta va construyendo este territorio de mujeres desde sus propias voces, y que como espectadores percibimos desde su cadencia, emoción y contundencia.

Pero en Las hijas de Nantu (luna en awajún), hay una lado A de la situación y que el cineasta propone como una salida optimista. Si bien podría leerse a la cultura de las mujeres awajún como resistente y presta a afirmar su dignidad, en esta segunda parte, el cineasta se detiene en mostrar cómo una maestra enseña en privado a una niña los cantos mágicos anén, que son usados con el fin de influir en acciones cotidianas como cosechar, cazar, curar. Así, Guevara realiza el seguimiento tanto del proceso de dieta y aprendizaje, a punta de hojas de tabaco y caldo de caracol, de una niña que quiere aprender los cantos mágicos. La relación de aprendiz y maestra se vuelve ejemplo de respeto y relación con la naturaleza, y que de alguna manera confronta a la otra cara trágica de los suicidios.

Si en el lado B, las mujeres awajún usan el barbasco (planta venenosa) para cometer suicidio, en el lado A de Las hijas de Nantu (Perú, 2018), aparece el tabaco como planta limpiadora, que purga toda la pesadez de los cuerpos. Una lectura que ayuda a ver este documental a partir de estas mujeres y la relación con el entorno natural que las rodea.

Si bien el documental peca de didáctico o reporteril con un uso innecesario de la voz en off, o de un abuso técnico del drone, se percibe la total intención del cineasta por mostrar estos aspectos de la realidad amazónica, donde la mujer awajún se vuelve figura potente de fortaleza ante la adversidad, donde comparte con nosotros y nosotras emotivos cantos que piden armonía y la reconciliación con el mundo.