Mientras los economistas, empresarios y políticos peruanos alistan estrategias para reabrir el país, después de la cuarentena obligatoria por el Covid-19; casi un millón de limeños se pregunta cómo hará para protegerse de la enfermedad, si ya no pueden pagar por el agua.

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DIRECCIÓN, FOTOGRAFÍA Y VIDEOS: MUSUK NOLTE

INVESTIGACIÓN Y REDACCIÓN: GLORIA C. ZIEGLER

LOS FANTASMAS DEL DESIERTO

Mareli Ismuris Calderon ha pasado las últimas semanas rogando que el invierno se retrase. Aunque las calles anegadas y esa humedad que le carcome los huesos reaparecen cada año en los cerros de Villa María del Triunfo, sabe que esta vez será diferente. A los problemas habituales —lidiar con el frío, la falta de electricidad y otros servicios básicos— ahora se suma una pandemia. Y en los próximos meses, cuando las trochas se vuelvan inaccesibles para los aguateros, protegerse del Coronavirus será todavía más difícil.

En Nueva Esperanza, una zona que reúne a una decena de asentamientos humanos del sur de Lima, seguir las indicaciones del lavado frecuente de manos y el distanciamiento social requiere más que buena voluntad. Sin conexión a la red de agua potable, sus habitantes dependen de una flota de camiones cisterna, con escasos controles sanitarios y precios entre tres y quince veces más caros que en otras partes de la capital. 

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No se trata de un caso aislado: según estimaciones de la Superintendencia Nacional de Servicios de Saneamiento (SUNASS), más de 700 mil personas viven sin acceso al servicio, en Lima Metropolitana y Callao. Por eso, a mediados de marzo, el gobierno nacional anunció la distribución gratuita de agua potable para las zonas más vulnerables, durante el estado de emergencia por el Covid-19.

Tres meses después, Sedapal —la empresa de agua potable de la ciudad— y el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento aseguran que han entregado más de 1 millón de metros cúbicos de agua potable —una cantidad suficiente para llenar cinco veces el Estadio Nacional—. Y que, en los sectores más inaccesibles, están complementando esa distribución con bolsas de agua, gracias a la ayuda de la Marina de Guerra.

Una iniciativa como esa podría resultar indispensable para garantizar el acceso al recurso de miles de personas durante el invierno, pero Mareli Ismuris Calderon ya aprendió a desconfiar de los anuncios oficiales. A inicios de la cuarentena obligatoria, mientras los ministros se exhibían recorriendo algunos barrios populares para las cámaras de televisión, Pradera de Amancaes —el asentamiento humano donde vive esta mujer de 38 años— pasó casi un mes sin agua. 

“Los conductores no querían subir. No nos quedaba más que bajar con nuestras botellas y galoneras a pedirle un poco de agua prestada a los vecinos que están más cerca de la pista o a familiares, que viven en otras partes del distrito”.

Mareli Ismuris Calderon

Las evasivas de los conductores se replicaron durante semanas. Incluso, frente a las autoridades de Sedapal en José Gálvez, el surtidor que debería proveerles el servicio durante la emergencia. Pero nadie —ni los funcionarios públicos ni los medios de comunicación— hablaba del problema de Pradera de Amancaes. Como si se tratara de un rincón incómodo para una ciudad empeñada en borrar sus lazos con el desierto. 

La solución llegó varios días después a este asentamiento —y al margen de los programas oficiales—, cuando Ismuris Calderón se encontró con un aguatero que, antes de la cuarentena, vendía agua en la zona. Fue él quien le sugirió hablar con un ingeniero a cargo del pozo de Atocongo, en San Juan de Miraflores. Y también quien les ha llevado agua durante las últimas semanas, tras conseguir una autorización excepcional de su jefe.

“Con esa ayuda, estamos siguiendo las instrucciones del lavado de manos. Y ahorita también empezamos a hacer olla común: nos juntamos con unas vecinas —explica— y a diario cocinamos para unas 450 personas de nuestro asentamiento y otras agrupaciones, porque la mayoría nos hemos quedado sin trabajo”. 

Mareli Ismuris Calderon

En los últimos meses los ahorros de esta exrecepcionista se han esfumado y conseguir otro empleo resulta cada vez más difícil. Pero Ismuris Calderón no puede dejar de pensar en la niebla y el barro: “Cuando los camiones no puedan subir más, ya ni para la olla común vamos a tener. Esa es la preocupación”, dice una mañana de junio.

UNA CIUDAD AL REVÉS

Hay ciudades difíciles de querer. Lima —la segunda capital más desértica del mundo— es una de ellas. Quizás, explica el arquitecto y urbanista Manuel de Rivero, porque también es difícil de entender. La historia de esta ciudad, a orillas del Pacífico, empezó en un desierto. Atravesado, apenas, por un río escueto: el Rímac. Y con lloviznas que alcanzan, en promedio, los 9 milímetros al año. Es decir, menos que en ciudades como Dubái o San Pedro de Atacama; donde se supone que no llueve.

Mucho antes de la creación oficial de Lima, sus primeros habitantes habían conseguido transformarla en un valle irrigado por canales. Los mismos que, siglos después, alimentarían a la ciudad. Y que, con la explosión demográfica —acentuada especialmente por los procesos migratorios de los años ‘50 y ‘80— se irían haciendo cada vez más insuficientes. 

Las deudas de la capital, sin embargo, no se reducen a la falta de agua o espacios verdes. “Lo más grave es que no tenemos una cultura de planificación —asegura el urbanista—. Ni se piensa a largo plazo”. Si bien la ciudad contó con una estrategia que acompañó y controló el crecimiento urbano durante décadas —fue la primera del mundo en tener una ley de barriadas asistidas por el estado—, esta medida se dejó de lado a fines de los años ´80.

Desde entonces, señala de Rivero, Lima se empezó a hacer al revés: en lugar de delimitar los nuevos espacios a urbanizar, trazar los accesos viales, las redes de agua y desagüe y el tendido de electricidad para habitar estos barrios, se comenzó a vivir en ellos y, luego, tratar de ir resolviendo el acceso a los servicios más elementales. 

Las consecuencias de esa falta de planificación —acompañada, también, por las condiciones climáticas, geográficas y una deficiente política social— han llevado a la creación de cientos de barriadas en áreas peligrosas para una ciudad con actividad sísmica y serias dificultades para ofrecer los servicios esenciales a muchos de sus habitantes: en Villa María del Triunfo hay asentamientos humanos que tienen más de veinte años sin acceso al agua potable y en Ventanilla, un distrito del noreste de Lima, hay localidades que ya llevan más de cuatro décadas sin el servicio.

Así, casi un millón de personas de Lima Metropolitana y Callao dependen de una red de camiones administrada de manera tercerizada por Sedapal, para abastecerse de agua: la empresa solo tiene 41 cisternas, que se utilizan para distribuir agua gratuita en casos de emergencia —como el actual—. Pero en el día a día, el servicio funciona con 212 camiones privados —muchos de ellos se han integrado temporalmente a la distribución sin costo— a los que Sedapal les comercializa el recurso para que, luego, lo revendan.

Los problemas de este sistema son mayúsculos: no hay regulaciones tarifarias —a fines de 2019 vendían el agua a un precio 30 veces superior a su valor original— y los controles sanitarios eran escasos.

SIN TREGUAS

Alejandro Castro Huamán sabe de esas irregularidades. Hace diez años, cuando llegó a la Asociación Proyecto Integral Santa Rosa —un asentamiento humano en el norte de Lima, donde viven 300 familias— ya dependía de los camiones cisterna.

Con los años, él y su familia han aprendido a ahorrar y reutilizar el agua al máximo. Pero en estos meses, los traspiés para contar con lo suficiente han aumentado. “Aunque cuidemos el agua, con el lavado de manos a cada instante, la higiene de la casa y el lavado de ropa diario estamos usando un poco más. Y, además, estuvimos con desabastecimiento por tres paros que hicieron los conductores de las cisternas”, cuenta el hombre de 53 años.

Las huelgas fueron difundidas por algunos medios de comunicación y una de ellas fue registrada para este reportaje. Se originaron, explica, por el incumplimiento de pagos por parte de Sedapal a los camioneros durante la emergencia por el Covid-19. Y, si bien la empresa negó su existencia a través de un comunicado oficial —en el que aseguró, también, que el abastecimiento gratuito estaba garantizado—, las irregularidades fueron confirmadas por un aguatero que trabaja en el distrito de Santa Rosa desde hace 13 años.

“Nos pasearon más de 15 días con los pagos. Nos decían ‘hoy sí o sí’, nos hacían trabajar y no salían. Entonces, hemos tenido que hacer tres plantones y se paralizó totalmente la distribución. No se llevó agua”, detalla. El hombre —quien pidió mantener su identidad en reserva para evitar represalias— explica que las manifestaciones se realizaron en el surtidor de Labarthe, en Ventanilla, el 21 y 22 de abril y el 7 de mayo; fecha en la que, finalmente, llegaron a un acuerdo y reestablecieron el servicio. 

Desde entonces, Castro Huamán —actual presidente de la asociación vecinal— ha acompañado a los conductores durante la distribución por el barrio, para asegurarse que todos los vecinos reciban agua y, de paso, llevar un registro ordenado de la entrega.

Aun así, está intranquilo. “Hoy llega el agua gratis, pero ¿qué va a pasar cuando los gastos vuelvan a correr por nuestra cuenta? Los comerciantes siempre están al acecho y muchos de mis vecinos ya no tienen ni para sus alimentos”, se lamenta. 

UNA CIUDAD VORAZ

Lima, además de ser una ciudad sin lluvias, parece estar “secándose”: para abastecerse de agua dulce, la capital depende del Rímac, Chillón y Lurín, tres ríos con una gran variación en su caudal, entre los meses de verano e invierno; y de un sistema de pozos subterráneos que, según diversos expertos, se encuentra sobreexplotado.

Esos recursos, insuficientes para satisfacer la demanda de casi 10 millones de personas, se complementan con agua de 19 lagunas y tres represas ubicadas a más de 155 kilómetros de la ciudad y sobre los 4480 metros sobre el nivel del mar, en plena sierra.

Las dificultades para trasladar el agua desde allí y distribuirla por una ciudad especialmente extensa —se calcula que alrededor del 80% del área urbana de Lima no existía hace 55 años— son muchas. Y se profundizan, a la par, por una infraestructura deficiente. 

Las tuberías sin mantenimiento existen, pero son, quizás, una de las fallas más leves. Para potabilizar el agua, la capital depende de tres plantas de tratamiento: Atarjea, Chillón —operativa solo entre diciembre y abril, en función del caudal del río— y Huachipa. Esta última, sin embargo, solo funciona a 26% de su capacidad; por defectos en su construcción. 

Dichas irregularidades, al igual que las pérdidas de agua en la red, se han registrado durante décadas. Y, junto con la falta de planificación urbana, han propiciado que más de 700 mil limeños carezcan de agua potable segura, aunque se trata de un Derecho Humano establecido por la ONU y reconocido por la Constitución del Perú.

EL VIRUS NO ES DEMOCRÁTICO

Esta situación, poco abordada en los discursos oficiales, es la que inquieta a los especialistas en salud pública por estos días. Aunque algunos políticos se empeñen en asegurar que la pandemia es “democrática”, no nos afecta a todos por igual. Los ejemplos abundan, pero hay uno impostergable: cuando finalice la distribución gratuita de agua, el 30 de junio, los limeños más pobres volverán a depender de un recurso con precios establecidos por los mismos aguateros, según criterios de oferta y demanda. 

El impacto no se reduce a una cuestión económica. “Las enfermedades afectan más a las personas que ya están perjudicadas socialmente por la pobreza, vivir en hacinamiento o no contar con servicios básicos”, explica la médica infectóloga Camille Webb. Por eso, la falta de agua potable —o de dinero para comprarla— podría transformarse en un obstáculo importante para controlar la pandemia, durante los próximos meses.

“En otros países, las estadísticas están mostrando que la población más atacada por el Covid-19 es la que ya estaba afectada por estos factores socioeconómicos”, señala la investigadora del Instituto de Medicina Tropical Alexander von Humboldt. 

Mareli Ismuris Calderon —como Alejandro Castro Huamán y miles de limeños más— enfrenta esas carencias a diario. Cuenta que, con el tiempo, uno se acostumbra. Y que eso no significa que se haya resignado a vivir sin agua o electricidad, pero que ahora toca resistir al invierno. 

Algunos de sus vecinos ya han empezado a instalar tubos de plástico en los bordes de los techos, con la esperanza de recolectar un poco de agua de las lloviznas para lavar las verduras y, quizás, algo de ropa. Pero a Calderón le preocupa algo más:

“Esa agua no es buena —dice—. No la podemos tomar”.

Mareli Ismuris Calderon

Sumillas:

  • El agua es un Derecho Humano establecido por la ONU y reconocido por la Constitución del Perú. Sin embargo, en Lima Metropolitana y Callao viven más de 700 mil personas sin acceso al servicio.
  • Entre 50 y 100 litros de agua necesita cada persona al día para cubrir sus necesidades de consumo, aseo y las tareas básicas del hogar.
  • Sedapal asegura que ha distribuido agua embolsada, con ayuda de la Marina de Guerra, en las zonas inaccesibles para los camiones cisterna. Esta ayuda nunca llegó Pradera de Amancaes, un asentamiento de Villa María del Triunfo que pasó casi un mes sin agua, al inicio de la cuarentena.
  • El agua, además de asequible, debe ser accesible físicamente. Pero muchos barrios humildes de Lima pasan hasta 15 días sin agua durante el invierno, porque las calles de tierra se vuelven muy resbaladizas para las cisternas.
  • Lima se abastece con tres ríos —Rímac, Chillón y Lurín—, un sistema de pozos subterráneos que está sobreexplotado y el agua de 19 lagunas y tres represas, ubicadas a más de 155 kilómetros y sobre los 4480 metros sobre el nivel del mar.
  • El agua potable de la capital peruana depende de tres plantas de tratamiento: La Atarjea, Chillón —operativa solo entre diciembre y abril— y Huachipa, que funciona al 26% de su capacidad por fallas en su construcción.

El precio del agua

Las personas con acceso a agua potable a través de la red de Sedapal pagan entre S/ 1,273 y S/5,438 por cada m3de agua. *

Los limeños que depende de los camiones cisterna pagan entre S/ 15 y S/20 por cada mde agua.

Antes del inicio de la cuarentena, Sedapal tenía establecida una tarifa especial para los camiones cisterna: S/ 0,636 por cada m3 de agua. Ellos la revendían a precios hasta treinta veces más caros, entre las personas sin acceso a la red.

*Las tarifas de agua de Sedapal están organizadas, en el caso del servicio residencial, en tres categorías: social, doméstico subsidiado y doméstico no subsidiado. Estas, a la vez, tienen variaciones de costo según el volumen de consumo de cada hogar.

CONSUMO DIARIO POR HABITANTE EN LIMA Y CALLAO

DistritoLitro por habitante/día
San Isidro247.6
La Molina219.9
Miraflores215.6
San Borja194.2
La Punta176.9
Santiago de Surco170.3
Barranco166.1
C. de la Legua163.9
Surquillo162.5
Pueblo Libre159.5
Magdalena158.9
Jesús María157.0
San Miguel156.1
Lince155.4
Santa Anita151.3
San Luis147.1
La Perla147.0
Bella Vista145.9
La Victoria144.1
Independencia143.4
Cieneguilla140.5
El Cercado138.8
Punta Hermosa138.0
Chorrillos136.6
Chaclacayo136.5
Breña134.8
Los Olivos131.2
Rímac128.5
San Martín de Porres127.3
Callao127.0
El Agustino124.9
San Juan de Lurigancho123.7
Lurín122.8
San Juan de Miraflores122.2
Ate120.4
Santa Rosa118.0
Lurigancho117.3
Comas117.0
Villa María del Triunfo113.3
Ancón110.6
Puente Piedra103.6
Pucusana103.5
Pachacamac102.1
Villa El Salvador102.0
Carabayllo101.7
Mi Perú90.0
Ventanilla89.7
Punta Negra88.6
San Bartolo85.9

Fuente: Gerencia de Desarrollo e Investigación de Sedapal. Año de referencia 2018.

ESTE PROYECTO FUE PRODUCIDO CON EL APOYO DEL PULITZER CENTER Y EL FONDO DE EMERGENCIA PARA PERIODISTAS EN EL MARCO DEL COVID-19 DE NATIONAL GEOGRAPHIC SOCIETY.

Esta publicación para Wayka fue coordinada con Musuk Nolte

Publicación original: https://historiadelaguaeneldesierto.com