Es increíble. Ya han pasado 10 años desde aquel histórico paro amazónico con el cual los pueblos indígenas conquistaron no solo su derecho a la consulta, sino también el derecho a tener voz en el debate nacional.

Hoy sin duda muchos recordarán los dramáticos hechos del 5 de junio, con su saldo de sangre y muerte. Es lo justo: la represión policial y la respuesta indígena nos dejan, aún hoy, una década después, con deudos que exigen y merecen justicia y verdad.

Esta vez, sin embargo, quiero recordar lo que yo tuve la suerte de vivir antes de los actos de represión y violencia. Con mis cortos 26 años, llegué a Bagua a mediados de mayo del 2009, enviado para cubrir el paro por el pequeño medio ciudadano en el que trabajaba, Alerta Perú. Allí me recibió la organización base de AIDESEP en la zona, ORPIAN, y sus dirigentes me invitaron a acompañar al Comité de Lucha en un recorrido por las comunidades en la ruta hacia Santa María de Nieva, capital de la provincia de Condorcanqui. En ese viaje se abrió un mundo nuevo para mí, y quisiera ahora recordar lo que vi y viví, y hacer énfasis en algunas cosas que, creo, no han sido suficientemente visibilizadas.

Una de las cosas que más me admiró fue la fuerza y cohesión de un movimiento tan amplio, diverso y complejo como el movimiento indígena. Probablemente, aún hoy, pese a los problemas que no deja de tener, AIDESEP es la organización social más representativa de sus bases, con más de mil comunidades nativas del territorio amazónico. En Bagua y Condorcanqui pude ver en acción a decenas de líderes formados, con gran capacidad política y gran vocación organizativa. Conocí a Salomón Awanansh, presidente del Comité de Lucha, a Santiago Manuin; histórico líder del pueblo Awajún, y a líderes más jóvenes como Zebelio Kayap, que luego ha sido notorio protagonista de otros procesos de lucha. Pero, además, conocí a muchos otros líderes anónimos que desde sus comunidades o responsabilidades más específicas, como la logística o la de comunicación, constituyen la verdadera columna vertebral del movimiento. Muchas de las líderes, además, eran mujeres con gran participación. De hecho, la lucha tenía un carácter comunitario y familar: las mujeres, los hombres, los jóvenes e incluso los niños y niñas estaban allí; haciéndose responsables del envío de comida, combustible, leña; en fin, de todas las necesidades concretas que surgen en acciones como esta.

Me admiró también lo avanzado de su discusión ambiental. Hace 10 años, todos ellos, líderes formados en los colegios estatales de la zona, hablaban con total claridad sobre el desafío global del cambio climático y de la responsabilidad de los pueblos indígenas de proteger los bosques. “Nosotros somos guardianes de los bosques, nuestros antepasados han sido científicos, porque ellos ya sabían que había que proteger los bosques, cuando los occidentales recién lo están descubriendo ahora”, me dijo Ernesto Ishminño, enfermero del Cenepa, con esa voz calma y sabia. Quizás la mayor parte de la opinión pública no lo sabe, pero detrás del baguazo también estaba el rechazo a un proyecto petrolero en territorio Awajún. “Este petróleo que se quieren llevar, para nosotros es perjuicio, las consecuencias vamos a pagar los que habitamos en las cuencas”, me dijo Leandro Calvo, dirigente de ORPIAN.

Hoy día aún en Lima es difícil que los ciudadanos y ciudadanas entiendan que el cambio climático es un desafío civilizatorio, que exige nuestra acción inmediata, y no es fácil poner en discusión el fin del petróleo o el fin de los plásticos; pese a que la ciencia es clara al respecto y los informes son cada año más alarmantes.

Pero hay otro aspecto que se ha mencionado poco. Recuerdo a los líderes del Comité de Lucha reiterar, en cada oportunidad, en cada visita a cada comunidad, la importancia de mantener las acciones de protesta en el marco del respeto a los derechos humanos. Líderes que, en vez de exhaltar el ánimo de la población, hacían pedagogía política, teniendo mucha consciencia de su responsabilidad en el desarrollo del paro. Las acciones de fuerza siempre rozan el límite de las acciones violentas, y los líderes indígenas no perdían ocasión de insistir a los comuneros y comuneras, la mayoría de ellos jóvenes, sobre la necesidad de no solo tener la razón en el fondo de la protesta, sino además ser ejemplares en la forma de la misma.

Como sabemos, la represión inmotivada por parte del Estado desencadenó un estallido de violencia que todos los esfuerzos de estos líderes no hubieran podido evitar. Aún no hay justicia para los ciudadanos awajún y wampis muertos en ese enfrentamiento, ni para los policías muertos y desaparecidos. Ni qué decir de los jóvenes policías muertos en la Estación 6 de Petroperú, que había estado tomada por los indígenas durante varias semanas. Yo mismo vi a esos policías jugando una pichanga dentro de las instalaciones de la Estación, pocos días antes de la tragedia. Hasta el momento, los ciudadanos indígenas han pasado por dos procesos judiciales, llenos de vacíos y contradicciones, en los que se ha pretendido criminalizar a los líderes y no se ha logrado individualizar las responsabilidades. En tanto, los responsables por parte del Estado no han afrontado aún la justicia.

Hoy día, pues, no solo es necesario avanzar en la justicia plena por lo sucedido, sino además avanzar en la agenda pendiente que el Baguazo colocó en el centro de la discusión nacional. La construcción de un país intercultural, donde todas las voces tengan la posibilidad de ser escuchadas y tomadas en cuenta, y no se impongan modelos de desarrollo que pasen por encima de las sensibilidades y valoraciones de los ciudadanos que viven en los territorios. La urgencia de asumir la crisis ambiental global como una responsabilidad que exige nuestro compromiso activo, incluyendo la defensa de los bosques y el fin de los hidrocarburos. La urgencia, en suma, de aprender de la sabiduría indígena, que humildemente nos está señalando lo equivocados que hemos estado los occidentales acerca del bendito “desarrollo”.