Hay un estrafalario interés en el cine peruano por inventar comunidades en los Andes. Se crea lugares ficticios para no entrar en conflicto con sus pares reales. Tenemos Manayaycuna en Madeinusa, filmada en Áncash; Yurabamba en La última noticia, que parece Huamanga, y hasta tenemos la inefable Chongomarca de la comedia racista La Paisana Jacinta, en algún lugar de Ayacucho.

Como si se tratara de Comalas o Macondos fallidos, los cineastas parecen apelar a este recurso para evitar cualquier “inexactitud” sobre los lugares reales. De esta manera, evitan el típico comentario “Eso no pasa aquí”, sobre todo cuando tratan temas sensibles, como la violencia o el conflicto interno.

Rómulo y Julita, nueva comedia de Daniel Martín Rodríguez (director de Aj Zombies), una adaptación libre del clásico shakespeariano, se suma a la lista con el pueblo de Canta que en la ficción aparece como Berona. Y aquí los Andes lucen como suelen lucir en el cine peruano: intención decorativa, paisajes para un picnic al atardecer, ambientes bucólicos. Sin embargo, pareciera que el propósito de Rodríguez en algún momento es romper con el estereotipo de los Andes como espacio de sufrimiento, terrorismo y emigraciones forzosas. Berona se alza más bien como territorio para la comedia absurda y romántica.

En el andino e imaginario Berona viven en disputa dos bandos de mototaxistas, que parecen haber sido traspuestos de esquinas de Chorrillos o Chimbote. Estos compiten por territorio y pasajeros, pero  de manera infantil y poco verosímil, ya que el lugar parece casi no tener clientes. Con la llegada de Rómulo (Miguel Iza), junto a su hija, la situación se “complica”, ya que él se enamora de una mujer del otro bando (Mónica Sánchez). El tema del amor prohibido se desarrolla entre un concurso de baile y una carrera de mototaxis.

El mayor problema de Rómulo y Julita está precisamente en su concepto. No solo en la adaptación fallida de un clásico de Shakespeare, sino en el uso de un espacio andino como set. Es decir, a falta de una escenografía tipo Al Fondo hay sitio, se usa Canta para imitar la idea de aldea. Se ven calles, plazas y caminos sin lugareños. Como si Canta de pronto fuera un pueblo fantasma, convertido en set de filmación dentro de un estudio (aunque en algunas escenas no lo pudieron controlar). Esto se hace evidente en la escena en la que el cura (César Ritter) realiza la recreación de la obra Romeo y Julieta en la plaza, donde a lo lejos, muy a lo lejos, aparecen algunos canteños como extras, abrigadísimos, mientras los actores y actrices limeños lucen veraniegos como si estuvieran en alguna feria barranquina.

Este absurdo holocaustico podría analizarse desde dos posibilidades. La primera, producciones limeñas que proponen una estética de paisajes de los Andes pero sin personas andinas (aunque por allí sale una señora de extra cruzando una escena). La segunda, una crítica sociológica al cine de limeños que por años han usurpado espacios andinos desde sus miradas citadinas, barriendo la identidad étnica local, y trasladando allí los patrones capitalinos, con sus mixturas, en todo sentido.

Al final de cuentas, Rómulo y Julita cumple su cometido, llevar los barrios de Lima a los Andes, con sus actores y actrices clásicos de la televisión, con su humor ingenuo y de gags flojos, y con una mirada de borrar lo andino  de los Andes.