El distrito de Bambamarca es un caso emblemático en la lucha contra el COVID-19. Mujeres campesinas como María son ejemplo de valentía y coraje por su vigilancia ciudadana para cumplir con el distanciamiento social.
Por Roxana Loarte
A la mañana siguiente de declararse la cuarentena obligatoria en todo el país por el COVID-19, María Irma Zafra (34 años) salió de su casa en dirección a la plaza principal de Bambamarca en la región Cajamarca. No lo pensó dos veces, aunque por ratos asomó el miedo. Su madre de 75 años, enferma de bronquios, y su hijo de 11 años esperarían por ella a su regreso.
María es una rondera que habla con orgullo de su labor. La mañana del 16 de marzo había sido convocada a una reunión del Concejo Provincial de Seguridad Ciudadana (COPROSEC) de la provincia de Hualgayoc en Bambamarca. Era la única mujer en una reunión de varones y representaba a las más de 40 mujeres de las rondas campesinas. Ese día varias organizaciones del pueblo debían decidir qué hacer para impedir el ingreso del nuevo coronavirus a su territorio.
Si antes las rondas campesinas de Bambamarca habían peleado contra Yanacocha, la minera más poderosa de América Latina; ahora tenían un enemigo invisible temido por el mundo.
—Nos dieron la responsabilidad y también nos otorgaron la batuta para tener que encabezar como rondas, para formar los piquetes en cada entrada y salida—.
Las rondas campesinas tienen representación jurídica sobre los territorios, aún más que la misma autoridad local. Incluso, que la policía. Están integrados por ciudadanos y ciudadanas de las zonas rurales con autonomía para apoyar en la administración de justicia. En pocas palabras, las rondas campesinas son brigadas ciudadanas.
Cajamarca es una de las regiones con menor letalidad por COVID-19 en Perú. El número de casos positivos alcanza los 1 403 pacientes para una población de más de un millón de habitantes. 20 personas han fallecido en toda la región. Mientras que en Bambamarca, el corazón de Hualgayoc, donde vive María, no existe registro de muertos ni personas en cuidados intensivos. Allí las restricciones vigiladas por las ronderas y ronderos parecen surtir efecto sobre la pandemia.
Cuando María tuvo que convocar a sus compañeras se armó de valor y les dijo “acá tenemos nosotras que enfrentar esto, pero hay que protegernos”. Lo cuenta con una voz resuelta. Como si el paso de los años y la lucha rondera hubiera curtido el sonido de su voz y la facilidad de su palabra. En el segundo día de cuarentena algunas pocas compañeras se hicieron presente, hasta que lograron sumar diez. Ellas y los varones organizaron piquetes en las fronteras de la ciudad, grupos de vigilancia en las calles y ollas comunes para garantizar su alimentación.
Las rondas campesinas encabezaron la lucha contra la pandemia en Bambamarca – Hualgayoc. Cuando conversamos por teléfono, María lo repite en varias oportunidades. Intenta explicar que, así como hay opiniones a favor de las rondas, otros no estaban muy convencidos con su intervención.
Al mes de iniciarse los patrullajes que comenzaban a las 5 de la mañana, la Policía Nacional de la provincia les comunicó a los ronderos que ya no era necesario su apoyo. Ellos decidieron respetar la decisión. María asegura que nunca sintieron cansancio y jamás se les pasó por la cabeza dejar los patrullajes o piquetes. A los dos días de haber regresado a sus casas, el alférez de Bambamarca los llamó nuevamente.
—Nos pidió disculpas porque dijo que, sin las rondas campesinas, ellos no eran nada. Nosotros somos el brazo derecho para ellos— dice María, aunque reclama la falta de equipos de protección para las rondas.
Bambamarca hasta hace unos años había sido conocida como el bastión rebelde contra el proyecto minero Conga. Protagonizó movilizaciones en defensa del agua y la tierra. Entre esas multitudes también estuvo María junto a su compañera Yulisa Mejía, otra conocida dirigente rondera. Ahora ambas vigilan las calles de la ciudad para frenar el COVID.
En las fotografías que lleva en su celular, María aparece con Yulisa, recorriendo una de las avenidas. En su mano tiene un ‘chicote’; es decir, un azote para el castigo. Es un elemento característico de la vestimenta de las ronderas. María esa mañana vestía un pantalón buzo y un polo rosado. No falta la mascarilla en su rostro. Pero sí un detalle que luego ella me recuerda al teléfono: El sombrero de Bambamarca. Me envía otra imagen al whatsapp. Entonces aparece la foto de una joven con sombrero de palma. El mismo que ella fabrica en su taller de artesanía en casa.
Pero María también precisa que el azote con el que reparten ‘pencazos’ lo usan los ronderos para impartir disciplina.
—Por el Obelisco, que es otro barrio, unos jóvenes venían -parece de Lima- Eran tres en motos lineales. Hemos tenido que llamarles la atención y uno quiso pasar la moto por encima de nosotras. Estábamos frente a ellos para que nos expliquen de dónde vienen, cuándo han salido, y hacia dónde van.
—¿Y qué hicieron?
—Dos ‘pencazos’ [azotes] a cada uno por malcriados— sentencia María.
Las ronderas de Bambamarca han sido las más aguerridas para cumplir con las restricciones del distanciamiento social. Así lo considera María. Pero, además, las más preocupadas por la noticia del primer caso en el distrito.
Una tarde las organizaciones se reunieron con el director de la Red de Salud de Bambamarca y otros médicos. Se anunciaba la noticia del primer caso confirmado de contagio por COVID-19 en el distrito. En el pensamiento de María había una frase: Ya nos fregamos. “Me pareció que se nos vino el mundo encima porque a esa hora empecé a pensar: soy madre soltera, tengo un hijo, tengo a mi mamá mayor, y si te digo; sí me quebré”, comenta.
En la plaza de armas, María y Yulisa se abrazaron y lloraron juntas. No podían creer que a pesar de los esfuerzos un ginecólogo del hospital Tito Villar Cabezas había contraído el nuevo coronavirus. Según María, ese nosocomio no tiene especialistas suficientes tampoco insumos, cuando un caso de salud se agrava en el distrito, lo transfieren al hospital regional de Cajamarca.
María comenta que en unos días volverán a retomar las tareas de seguridad. Ella espera que pronto acabe la pandemia. Entre tanto, sobrevive del cultivo de maíz, alverja, papa y un pequeño ahorro que está a punto de agotarse. Sabe que el Gobierno ha proyectado un plan para reactivar la economía, y las mineras están al acecho. “Con agricultura, ganadería y agua podemos vivir; con mina no vivimos”, afirma. Ella asegura, que así como impidieron el avance de la pandemia, igual será con cualquier otro proyecto minero que pretenda quitarles sus bienes naturales.