Escribe Paul Maquet, periodista

La mayor calamidad no está solo en los huaicos, sino sobre todo en que los peruanos y peruanas hayamos olvidado cómo enfrentarlos. Vivimos al borde de los ríos, en zonas deforestadas y en cuencas degradadas, urbanizando las tierras de mayor aptitud agrícola en las partes bajas y erosionando las partes altas. Todo esto puede entenderse por nuestra ignorancia territorial: hemos dejado de lado 10 mil años de aprendizaje en el manejo del territorio andino-amazónico para empezar de cero con una lógica enteramente nueva e inadecuada.

Reconstruir será insuficiente y sería un error. No necesitamos reconstruir lo mismo: ciudades sin planificación, cuencas mal gestionadas, urbanizaciones hechas bajo la lógica de “sálvese quien pueda (pagar)” ni puentes hechos con el criterio de “roba pero hace obra”. La naturaleza nos está diciendo con crudeza que hemos estado haciendo las cosas muy mal. Que hemos estado poblando y gestionando nuestro país como si no fuera el territorio difícil, complejo, accidentado, megadiverso y retador que es. Como si no fuera, por lo mismo, uno de los territorios más vulnerables ante el cambio climático.

Lo que necesitamos es refundar. Renacer. Y en buena medida recuperar y reaprender lo que hemos olvidado. Y eso implica principalmente cambiar de chip. Nuestro territorio no es un simple bien de mercado que puede ser sometido exclusivamente a la lógica de la oferta y la demanda, esto es, que lo use quien lo pueda pagar. Y como quiera usarlo si lo puede pagar. Esa lógica ha llevado a que los sectores más pudientes se hayan ubicado cómodamente en las tierras más planas y más seguras mientras las personas con menores ingresos viven en zonas inseguras y vulnerables en los márgenes de la ciudad. Esa lógica ha llevado a urbanizar de manera formal e informal las quebradas y las riberas de los ríos. A deteriorar los acantilados de Lima. A erosionar nuestras laderas, destruyendo ecosistemas y vegetación que cumplían funciones importantes. A talar y deforestar las partes altas. A destruir las cabeceras de cuenca. A contaminar ríos por todo el país y luego dejarle el problema a los que vendrán después. A secar fuentes de agua o desviarlas para beneficio del “mercado”. A fragmentar ecosistemas. Y a dejarnos, en suma, mucho más vulnerables.

El nuevo viejo chip nos debe permitir entender que el territorio es un bien común, escaso además, que necesitamos gestionar y ordenar de manera planificada para beneficio de todos y todas, más allá de cuánta ganancia brinde o no a corto plazo.

El nuevo chip nos debe permitir entender, además, que estamos en un contexto distinto, con una atmófera global más caliente y en la cual cualquier fenómeno climático extremo -que es algo esperable y natural- va a ser más intenso y peligroso. Hay un vínculo entre lo que estamos sufriendo y lo que hemos hecho -como humanidad- con la naturaleza. Lo que vemos son síntomas de la degradación ambiental que hemos generado. Por lo tanto, para reducir nuestra vulnerabilidad necesitamos tomar en serio el ciudado y comprensión de los ecosistemas, y en particular la adaptación y mitigación del cambio climático. Ya no podemos planificar sin pensar en ello.

Cambiado el chip podremos generar respuestas imaginativas para deshacer y rehacer. Algunas de esas respuestas pueden venir de la experiencia de nuestros antepasados, otras de una mirada nueva, científica, de nuestra realidad, otras también de experiencias de otros pueblos.

Planteo rápidamente tres ideas sencillas, tomadas de diversas fuentes, para iniciar ese programa de refundación territorial:

  •  Forestar nuestras laderas. Generar en las zonas vulnerables bosques de árboles apropiados: algarrobos, taras, molles, lúcumos, entre otras. Esto puede ralentizar el flujo de agua, fortalecer las laderas, contrarrestar la erosión y, por si fuera poco, contribuye a generar un colchón de agua subterránea para momentos de escasez. De paso, el crecimiento de bosques nuevos es un poderoso mitigador del cambio climático, pues en su etapa de crecimiento los árboles son consumidores netos de CO2.
  • Las zonas destruidas por los huaycos no deberían volver a usarse. Donde ha habido inundación, va a volver a haber otra: en 10, 20 o 30 años, pero va a volver a ocurrir. ¿Cómo evitar que personas construyan en zonas vulnerables? Garantizando que una vivienda segura no dependa de disponer de miles de dólares en mano ni de ser sujeto de crédito para los bancos. Necesitamos, más que un programa, una verdadera política de vivienda popular. Que la sociedad garantice que tener un techo no será un lujo ni un privilegio sino un derecho. Recuperemos la lógica comunitaria andina, en la cual el colectivo social garantiza y asigna tierra para las familias solo por el hecho de ser parte de la comunidad. El Perú es nuestra gran comunidad.
  • Lima es la segunda ciudad más grande del mundo ubicada en un desierto. Hace pocos días solté en Twitter este dato geográfico y recibí decenas de mensajes de limeños sorprendidos. No somos concientes de que vivimos en un desierto. Acá no abunda el agua. Toda la costa es un desierto. Estamos gastando plata y energía todos los días para traer agua de la cuenca amazónica, potabilizarla y usarla para jalar el water. No tiene sentido. Necesitamos ciudades con una lógica enteramente nueva, ciudades que cuiden el agua. Es posible dar incentivos tributarios a las empresas que implementen tecnologías que ahorren agua: sanitarios secos, viviendas que reutilicen aguas grises, plantas vecinales de tratamiento de aguas residuales para regar los parques, árboles y plantas oriundas que no requieren tanta agua.

Son solo tres ideas rápidas que nos muestran qué tan amplias y variadas posibilidades de acción tenemos. Además, estas medidas requerirían una importante inversión y movilizarían muchas manos, generando trabajo y un impacto económico en las zonas más afectadas.

Faltaría desarrollar decenas de aspectos, muchos de los cuáles ya están siendo implementados a escalas locales: recuperación de lomas, siembra y cosecha de aguas, estabilización y producción agrícola en laderas mediante andenes, techos verdes y agricultura urbana, y lo más importante de todo: organización comunitaria, porque la organización es la única que puede garantizar que esto funcione. En el nuevo chip las cosas no se resuelven ni con el Estado que te “da” ni con el Mercado que te “vende”, sino con una gestión participativa en la cual cada persona y la comunidad en su conjunto asumen responsabilidad sobre el territorio y los recursos de la naturaleza.  La irresponsabilidad del ciudadano es parte del chip antiguo: la corresponsabilidad social es parte del chip nuevo.

Y la solidaridad (la de verdad, no la de Castañeda) es un aspecto crucial en esa nueva cultura por construir. La solidaridad no es sólo una reacción ante las emergencias, sino una cultura cotidiana que sabe armonizar el interés del individuo con la necesidad de la comunidad, sin sacrificar la seguda en nombre del primero.