Un ejercicio simple y útil para el acto y análisis de algunas películas consiste en reunir el primer y último plano, juntar cómo comienza y termina un film. Identificar así de sencillo algunos puntos clave en la narrativa y puesta en escena. En Roma, del mexicano Alfonso Cuarón, mientras trascurren los créditos iniciales, vemos en un plano fijo que alguien fuera de campo baldea unas losetas del piso de un patio, desde donde se refleja un avión que en esos momentos cruza por los cielos. Un cielo captado a través de este reflejo de agua sucia y que parece englobar una idea algo más sutil sobre lo que vendrá en los próximos minutos. En el último plano de Roma, luego de dos horas de trama, el personaje fuera de campo, Cleo, la empleada doméstica mira ahora a un lado de la escena directamente a ese avión que pasa, mientras sube por una escalera hacia la azotea donde suele lavar a mano kilos de ropa. Si en el primer momento de la película vemos este avión (que se vuelve un motivo en el film, tal como pasa con la caca del perro Borras) desde su reflejo, como algo que aún no se puede conocer directamente, al final es Cleo quien ya no necesita esta “mediación”, y el avión aparece listo para ser mirado. Aquí lo que ha cambiado, de inicio a fin, es la mirada cabizbaja, mostrando su tránsito hacia una que ya no teme observar la realidad tal cual. ¿Hemos visto una liberación? No, solo la transformación de un punto de vista.
Este ejercicio también me sirve para mostrar una peculiaridad de la puesta en escena de Roma, y que no necesariamente es un logro, y que tiene que ver en cómo Cuarón va armando estas coreografías “paisajísticas” y en el espacio tanto interior y exterior de lo cotidiano, donde el azar queda destruido. Porque como en los dos planos mencionados, el avión está allí como frío cálculo que une y da sentido. Es así también que dentro de estas coreografías calculadas sabemos que los hombres estacionan autos en pasajes estrechos de manera casi perfecta, mientras que las mujeres revelan su histeria y neurosis a punta de marcas en carros abollados difíciles de acomodar. O sabemos que si alguien dice que un matrimonio se disuelve, en la siguiente toma veremos que en escena se cuela una pareja celebrando su boda en plena calle (mientras la familia de clase media come helado en una banca mientras la empleada se mantiene parada sin ningún disfrute en el paladar). O como aquel cálculo que hace Cuarón al lograr que haya un terremoto grado 7 “justo” cuando Cleo está viendo en el hospital a recién nacidos, para luego hacer que un pedazo de concreto caiga “justo” encima de una incubadora con bebé dentro como signo de fatalidad. Y nada qué decir de cuándo Cleo se animó a celebrar año nuevo con gente de un latifundio, y “justo” le revientan de modo “casual” una copa en la cara cuando iba a brindar por el auspicio de su nueva maternidad. ¿Qué más perfección simbólica le podemos pedir a Cuarón cuando se trata de dar forma a la fatalidad melodramática en la vida de una doméstica mixteca? Y así podría seguir mencionando el tipo de causalidad que el cineasta mexicano emplea para hacer de creador en obras donde la doméstica se vuelve símbolo de resilencia a punta de castigos azarosos marca Cuarón.
También hay una obsesión de Cuarón por trasladar todo el universo entero a cada uno de sus planos, traducido en un abuso de las formas (sus travellings y paneos cada dos planos fijos) que revelan brotes de acciones y miniaturas sociales que ya se pierden o caen en la repetición, como por ejemplo el paso banda de músicos, el camión de la basura que “justo” pasa cuando abren la puerta, los vendedores de chucherías que pasan “justo” por la fachada cada vez que Cuarón poncha el exterior de la casa, o los guiños o memorabilia setentera (ah, son los setenta obvio que tiene que haber un poster de México 70 en la habitación). Un punto a favor para el artificio y la puesta en escena del cálculo. Por otro lado, hay una frase significativa de Cleo, que la menciona cuando intenta replicar un juego infantil, y que refleja una condición social de explotación y que el cineasta sublima: “Me gusta estar muerta”. Porque vivir es estar al servicio de una familia buena gente más de quince horas y que le pide limonadas y jugos aunque haya salvado la vida de alguno de sus miembros, o vivir es tener que traer al mundo un hijo no deseado de un amante paramilitar, o simplemente hacer ejercicios nocturnos bajo la luz de las velas. Así, Cuarón logra sin querer que la hija de Cleo quede para siempre fuera de este sistema, y de alguna manera la salva de reproducir la condición de su madre, de esclava permanente. Mejor es no nacer, mejor es morir, estar muerta, como dice Cleo. Pero no, la visión de Cuarón parece estar de lado que mejor conoce, aquel donde Cleo asume un rol perpetuo de nana y doméstica, que ya no le importa su madre en la provincia, que comparte el mismo patio con el perro Borras (otro personaje outsider, con el que la familia apenas interactúa), y que subirá a la azotea una y mil veces a seguir lavando ropa de otros y ver de cerca al avión que pasa cada mañana.