Si a los hombres que amo en mi vida los acusan de violación o cualquier otro tipo de abuso lo primero que haré es preguntarles su versión. Como los conozco puedo intuir si hablan sinceramente o no y tendrían, de mi parte y en principio, mi respaldo. Inmediatamente querré saber otras cosas, que me ayuden a entender qué pasó entre él y la persona que lo acusa, por qué alguien se inventaría algo tan grave. Porque los amo y porque quiero estar de su lado, necesitaré toda la información posible: cómo empezó y transcurrió esa relación, detalles, circunstancias, qué roles jugaban y en función de cómo establecido el poder y la dependencia entre ambos. Les preguntaré también, y específicamente, si tuvieron sexo o algo sexual que él pudiera considerar “consentido” y la otra persona no, si luego todo siguió bien o como antes, o si después se alejaron, o si la relación se modificó negativamente.

Parto del amor que les tengo y del apoyo que siempre les daré pero mi indagación apunta a la posibilidad de que me puedan mentir. No porque sean “malos” sino porque son humanos. Porque son hombres socializados en una cultura de machos y mandatos “imposibles pero urgentes” de masculinidad. Porque la cultura patriarcal es fuente de subjetivación, tanto y a veces con más énfasis que la fuerza subjetivante de las familias, y que éstas por muy buenas, decentes o comprometidas que sean, no están exentas (ninguna) de tener miembros que, así como son capaces de hacer cosas maravillosas, también pueden hacer cosas muy graves. Es un tremendo error creer que en nuestro entorno y en nuestras familias estamos inmunes a estos fenómenos.

Amo a los hombres que amo pero no los amo ciegamente. Esto de amar ciegamente se las dejo a quienes todavía necesiten creer —en pleno 2018— en la figura del romántico empedernido (los caballeros del vals, diría un escritor por allí). A los moralistas científicos y a los esclavistas de hoy, mutiladores de cuánta ala, que con el cuento de su romanticismo, su exceso de sensibilidad, abusan de muchas formas y después se lamentan de ser eternos incomprendidos. La gente miente por estrategia, por cinismo, por psicopatía, o por vergüenza, por preservarse internamente.

Entonces voy a preguntarles su versión sabiendo que mi amor por ellos no tiene nada que ver con los actos que puedan cometer. Que los ame no significa que puedo dar cuenta de sus vidas, no somos siameses; ellos tienen sus propias vidas y en mis manos no está la posibilidad de garantizar su conducta. Lo máximo que puedo decir es que creo que son correctos, que creo que son personas que viven sin causar ningún daño grave. Pero ojo: creo, espero, confío… es decir, siempre hay un margen del otro que desconocemos, algo sorpresivo, producto de su libre albedrío o quizás de sus pulsiones.

¿Por qué tanto interrogatorio entonces si podrían estar mintiendo?

Porque aunque inicialmente les de el beneficio de la duda también sé que menos del 5% de las denuncias son falsas, es decir, que tenemos poca chance de encontrarnos con varias “mentirosas” en lapsos cortos de tiempo. Y porque como en la violencia sexual rara vez hay pruebas materiales, el testimonio de la denunciante se torna vital para conseguir justicia. En ese sentido, para creer en la palabra de los hombres que amo, sus excusas no pueden estar amparadas al hecho de que no hay pruebas, y que sin acusación, entonces, “no hay nada”. A esto en psicoanálisis se le llama “desmentida”, un mecanismo violento ejercido contra el otro: sabiendo que pasó algo actuar como si nada hubiese ocurrido. Una forma sutil pero profundamente perversa de sacar provecho personal dentro de una posición de poder. Igual que los corruptos que niegan sus hechos hasta que alguna evidencia los pone contra las cuerdas y solo, ahí, recién, empiezan a aceptar cínicamente que algo hicieron.
Que el abuso sexual sea de difícil probanza material ya coloca la balanza en claro desnivel. Una cultura, una tradición, un apelo moralista del honor suele alimentar la corriente que le cree al hombre. Cuando es inocente, para su buena suerte, pero cuando es culpable, para su buena suerte también. Por eso, los hombres que amo, si quieren ser creídos y defendidos, tendrán que dar exhaustivas explicaciones de cómo creen que llegaron a dicha situación tan grave. A menos que creamos, nosotros inocentes, que se ha desatado una ola de mujeres locas tratando de inculpar a pobres hombres inocentes. Esto último solo se puede sostener en algunas mentes frágiles, asustadas en su propia identidad por alguna razón, y sin ningún asidero teórico, académico, histórico o estadístico posible.

Cuando una víctima denuncia lo hace como puede, con la capacidad psíquica y material que tiene en ese momento. Puede hacerlo mal, muy mal, torpemente, al punto de dar la sensación de inconsistencia. Por eso es tan necesario el acompañamiento a quienes denuncian, su tarea es ayudar que dichas denuncias, por más flojas que parezcan al inicio, ganen fuerza y forma hasta ser un testimonio sólido, incontestable. Pero es también un deber del acusado ser consistente en su relato. Ampararse en que no hay pruebas es cínico, por decir lo menos. Proclamar “que me investiguen” cuando se está en posiciones de poder es grotescamente insuficiente. El pachá sobre la alfombra esperando que el mundo ocurra. No, no es posible.

Los hombres que alegan ser inocentes, en nuestro medio, teniendo todas las herramientas cognitivas de su lado y múltiples canales comunicativos a disposición, más si se dicen aliados del feminismo, pueden TAMBIEN defenderse ELLOS MISMOS: dando testimonios coherentes, exhaustivos, y buscando pruebas de su inocencia sin victimizarse, sin acusar a la mujer por su estilo de vida. Esto es patético cuando los poderes simbólicos (culturales, discursivos) están de su lado, cuando gente con poder los apoya públicamente (sin constarle si de verdad ocurrieron o no los hechos), cuando un sistema administrativo los ampara, cuando el color de piel y “la buena reputación” (haber publicado cosas, haber sido buena gente en el trabajo, tener buena conversa, hijos bonitos, polos de Marx) están de su lado.

Los hombres que amo, porque son conscientes de la justa reivindicación que implica el feminismo, si fueran acusados de violencia sexual, deberán defenderse con la misma rigurosidad que usan en sus tesis y trabajos, y mostrarse tan honestos como cuando se indignan por el abuso de los canallas que dirigen nuestro país. Sería una conversación larga que tendría que terminar en una amplia y profunda respuesta. ¿Cuántos hombres acusados han hecho o pueden hacer esto?

Al final ¿qué tienen de especial Mejorada, Alza o Mujica que los hagan inmunes a los vicios humanos? ¿Estudios? ¿Apellidos? ¿Puestos? ¿Sueldos? ¿Papers? ¿Mejillas rosadas y apachurrables en la infancia? Si amamos a los acusados habrá que acompañarlos pidiéndoles que muestren su inocencia con la máxima coherencia, o ayudarlos a que se disculpen y reparen el daño que podrían haber cometido. Del otro lado la situación siempre será peor.