La trama de la reciente saga de los Transformers, El despertar de las bestias, dirigida por Steven Caple Jr., desliza la tesis pseudohistórica sobre el acompañamiento de extraterrestres en pueblos o civilizaciones de la antigua América. Si bien se trata de una simple historia de ficción basada en una clásica serie animada, el film podría amargar algunas posiciones chauvinistas sobre la elección del santuario de Machu Picchu y que han pululado en las redes sociales tras el estreno de este blockbuster hollywoodense. Nos referimos al sentido de las subtramas que parecen diseñadas por la mente de algún guionista del programa Alienígenas ancestrales de History Channel.

Según esta nueva entrega, los Maximals son unos robots-bestias que huyeron de su planeta hace seis mil años atrás, con el fin de sobrevivir, y que terminaron en un territorio entre andino y amazónico a años luz. Expulsados tras combatir con los Terrorcons y su amo Unicron en tiempos inmemoriales, los Maxilmals, liderados por Optimus Primal, dividieron en dos partes la llave Transwarp, el objeto de poder y de disputa cósmica: una parte terminó en 1994 como pieza de museo en Nueva York, además falsamente atribuida allí a los nubios de Sudán, y otra, como pieza precolombina perdida en algún lugar de Perú. Ambas partes de la llave surgen de territorio inca. Los Maximals dicen que dividieron y preservaron la llave en alianza con los humanos para salvar a la galaxia de Unicron. ¿Cómo es que algo tan preciado terminó en un museo de Nueva York? El huaqueo hizo su trabajo.

En un pasaje del film, tras la llegada a Cusco de los Transformers que viven en Manhattan, el personaje de la becaria del museo, Elena (la actriz Dominique Fishback), le pregunta a Optimus Primal si ellos no fueron acaso los que hicieron las líneas de Nazca o el Templo de Tikal en Guatemala, tras convivir años en ese territorio ancestral, a lo que el simio de acero responde que: “No. No nos adjudicamos el crédito por el ingenio humano”. Sin embargo, minutos antes, hemos visto que la mitad del Transwarp estuvo oculta por milenios en una ciudadela con el sello del clan robótico en el subsuelo de la catedral cusqueña. O minutos después vemos que los Terrorcons hacen que del subsuelo también emerja una nave espacial o torre de poder que estaba dormida a algunos kilómetros de Machu Picchu. Y allí afloran concatenaciones entre un grupo de Maximals y las “tribus”, como las llama Optimus Primal, nativos con los cuales compartieron esfuerzo, apoyo y conocimiento en tierras incas.

En línea con discursos New Age, o de afirmaciones sin sustento como «Machu Picchu fue una civilización que recibió ayuda de alienígenas», o “que existieron antiguos astronautas extraterrestres que visitaron a la tierra y dejaron su legado”, el personaje de Optimus Primal desliza esta posibilidad de “trabajo en equipo”. Es más, el legado inca en la película estadounidense solo es arquitectónico, mientras que las alianzas interplanetarias no se dieron con ellos sino con una pequeña “tribu” quechua. Y ni qué decir de su resumen geográfico, muy a tono con usar los lugares solo como paisajes o decorados, donde Machu Picchu luce en el mismo perímetro que Sacsayhuamán o donde las catacumbas de la Plaza de Armas de Cusco llevan- tras una caminata de cinco minutos- a la selva tras descifrar una clave en una tapa gigante y circular que tiene un estilo aztecochavinesco. Licencias de un film de aventuras y de fantasía que afianza “la marca Perú” en el país de las maravillas.

En Transformers: El despertar de las bestias no solo se mezclan papas con camotes, como la famosa fiesta del Inti Raymi que sucede en la Plaza de Armas de la ciudad a ritmo de tambores y festejo de plumas, como si fuera del corso de Wong, sino que se acude a fórmulas clásicas de exotización propias del cine de Hollywood que fue rodado desde siempre en nuestro país, donde los indígenas siempre están bailando con zampoñas y plumas, o son cargadores explotados y serviles, como en los films peruanos de Herzog, aunque claro, aquí no se requiere de extras que hagan de esclavos explotados porque los Maximals ayudan y bien a las viejas civilizaciones.

No cabe duda que un blockbuster de este tipo puede ser de interés en un entorno de pobre política pública donde el turismo como oportunidad de desarrollo se ha dejado casi siempre en manos de terceros nacionales y extranjeros: monopolios ferroviarios, agencias de turismo de todo calibre, grandes cadenas de hoteles y restaurantes. Y donde el mayor ingreso monetario depende sobre todo de las visitas a los restos arqueológicos. Lógico que le viene bien a un sector golpeado que Machu Picchu salga de telón de fondo de una pelea extraterrestre. El problema está en que el Estado y su manejo publicitario de un film extranjero y realizado por una productora transnacional como Paramount genere un gasto excesivo de millones de soles en paneles y demás antojos en el Time Square, cuando de por sí el film muestra por más de una hora nuestros mejores paisajes, un corso y uno que otro extra cusqueño. Y allí surge una figura de interés: el Unicron de Hollywood que se come los escasos euros y dólares de la tribu peruana de los decepticons, esos antagonistas que se arrodillan y desviven ante los artificios y tecnologías de los poderosos.