Nada tan clamoroso de la profunda crisis ética en la que está sumido el actual parlamento peruano que la aprobación, por insistencia, de la merecidamente llamada (con justicia y rigor), ley Mulder. Una infame, penosa, amén de inconstitucional iniciativa, cuyo objetivo es únicamente castigar la tímida voz opositora de algunos medios de comunicación tradicionales, que no han podido dejar de informar sobre el camino al abismo que recorre el ejercicio de la política nacional.

Mulder, el perro de presa de la todavía sólida y dentro de poco granítica mayoría fujimorista en el Congreso, ha interpretado, junto al coro de representantes de esa agrupación política -devenida organización criminal-, que el escaso margen de aprobación del parlamento en la opinión pública tiene que ver con la tarea de la prensa, ensañada con ese poder del Estado.

La primera parte de ese análisis puede tener algún sentido. Es decir, mientras la ciudadanía está mejor informada se puede formar un juicio crítico sobre el quehacer de sus funcionarios públicos y, puede así manifestar su desaprobación en las encuestas de opinión. La dimensión equivocada del análisis consiste en suponer que la información que ofrecen los medios de comunicación, es producto del ensañamiento u ojeriza de cierta prensa.

Si el señor Galarreta, Presidente de un Congreso a la medida de su liderazgo, cree que autorizando la compra, sobrevalorada, de bienes que podría requerir el bar Juanito de Barranco antes que el parlamento bajo su presidencia, va a pasar piola, es que el señor Galarreta está profundamente confiado en que la mayoría parlamentaria que representa, le va a conferir una impunidad a prueba de escándalos.

Si el señor Galarreta piensa que amenazando matonescamente a la prensa, va a generar inmediata autocensura y, mágicamente, al día siguiente, los diarios y cadenas de noticias dejarán de informar de su exacerbado autoritarismo y su desprecio por la democracia, entonces el señor Galarreta piensa que toda la prensa de hoy es como aquella que hace veinte años se vendió a los designios del gobierno de su ahora líder, Alberto Fujimori, por miedo y a cambio de dinero público.

El señor Galarreta equivoca el análisis. Se lo han advertido, pero insiste. A estas alturas y, a juzgar por otras acciones povenientes de la misma cloaca en que se ha convertido el parlamento, su estrategia es el copamiento total. Ese mismo parlamento, bajo su misma dirección, ha contratado a lo que en redes sociales se llama un “troll  fujiaprista”, es decir, un sujeto que con dominio de apenas dos o tres frases recurrentes (donde abunda el terruqueo y el odio al “caviar”), agravia por encargo a quienes se cree enemigos de la dictadura parlamentaria fujimorista. Lo hace desde las trincheras del partido de Keiko Fujimori, que suele prestarle ropa a lo que queda del partido de Haya de la Torre. El objetivo (previamente anuncioado) de este sujeto es trabajar apoyando las redes sociales del Congreso. Lo hará, a no dudarlo, contratando a más personajes como él, difamadores y sicarios anónimos del internet, para deshacerse de quienes cuestionan la entraña criminal de sus patrones.

El mismo parlamento del señor Galarreta, impulsa entusiastamente un proyecto (que seguramente será aprobado, porque su principal bandera es ahora la infamia), que pretende colocar una escollo para la posulación a la presidencia de la república de líderes políticos como Verónika Mendoza o Julio Guzmán, que podrían hacerle sombra a Keiko Fujimori en las próximas elecciones.

Ese mismo parlamento, en pocos días, verá cómo el fujimorismo fragmentado producto de la crisis fratricida ocasionada por la pugna de poder entre los hermanos Fujimori, se recompone y la facción de Keiko, la más peligrosa (pero no la única nefasta) logra recuperar cierta solidez de su mayoría. Cegados como están, inflamados de poder e impunidad, seguramente intentarán la captura final de la institucionalidad absoluta del Estado. Si al frente tienen a un gobierno que mira al lado y a una oposición dentro del mismo parlamento, que lejos de demostrar rebeldía y resistencia se deja imponer la agenda y agacha la cabeza frente al más insulzo y debil señalamiento, no les será difícil.

Mi esperanza no consiste en esperar que alguna institucionalidad política les haga frente, sino que lo haga la gente en las calles. Eso o su propia megalomanía los acabará. Y cuando eso ocurra, deberán aceptar, allí sí, que su destino es, como siempre debió ser, el oprobio, el olvido y vergüenza histórica.