La mayoría de personas que han fallecido a causa del COVID-19 sufrían de obesidad. Esta información ha desatado un importante debate sobre la alimentación en el Perú. Los programas dominicales presentaron reportajes sobre la comida, los médicos han salido a dar recomendaciones y hubo una rica discusión en redes sociales sobre el tema. Una pregunta insistente ha sido: ¿comer sano es un privilegio en el Perú? ¿Todos y todas tenemos las mismas posibilidades de comer sano?

Lo primero que hay que decir es que, a pesar de todo el crecimiento económico de la pasada década, millones de personas sufren hambre en el Perú. Aún antes de la pandemia, la FAO calculaba que 2.5 millones de peruanos no cubrían sus necesidades alimentarias. Hoy en día, con la caída económica y la pérdida de empleos, esa cifra sin duda se ha incrementado.

Al mismo tiempo, un 70% de adultos peruanos padece algún grado de obesidad y sobrepeso, según el Ministerio de Salud.

Esa es la realidad que enfrentamos en el Perú: una desigualdad extrema. Mientras muchos enfrentan día a día el hambre, para otros el problema es la obesidad. Así pues, hacer afirmaciones generales es complejo, porque las urgencias para cada grupo de la población son distintas, y por lo tanto las políticas de salud pública deben ser también diversas.

Dicho esto, debemos decir también que es difícil aceptar que “comer sano en el Perú es un privilegio de clase”, una afirmación que circuló en redes sociales. Esto supondría que comer sano es un tema principalmente de ingresos: a más ingresos, más sano comería la gente. Es evidente que no es así: por un lado, la mala alimentación es transversal, no distingue nivel de ingresos; por otro, una dieta sana y balanceada está al alcance del bolsillo de las mayorías, gracias a la maravillosa mega biodiversidad de nuestro país.

¿Por qué es importante señalar esto? Porque un enfoque principalmente económico pierde de vista que la alimentación es también una batalla cultural.

Quiero contar la experiencia que tuve hace algunos años, cuando participé de la organización unos talleres de capacitación en cultura alimentaria andina con mujeres de comedores populares y vaso de leche de Villa El Salvador. Al iniciar los talleres, la expositora preguntó a las mujeres qué tomaban en el desayuno cuando eran niñas, qué preparaban sus madres o sus abuelas. Todas tenían algo que decir: mashika, habas, mashua, papas, mazamorra de tocosh, sopa verde, quinua, kañihua, camote, el menú era variado según las regiones de las que cada familia provenía. Luego, la expositora preguntó: ¿y hoy día, le invitaría a su vecina un desayuno con estos insumos? Una señora respondió con sinceridad algo que nunca olvidaré: “no, porque diría que es comida de indios”.

Comer sano en el Perú, no es algo realmente inaccesible para el bolsillo popular. En todo mercado de cualquier ciudad se consigue una rica variedad de productos que serían la envidia de otros países. Comer sano es un privilegio, sí: pero un privilegio peruano.

Debemos agradecer y festejar que nuestros abuelos milenarios supieran domesticar y cultivar miles de variedades de productos de gran aporte nutricional. La diversidad biológica de nuestros territorios y la ciencia agraria de nuestros ancestros nos ha dejado un legado del que debemos sentirnos orgullosos.

Pero recuperar este conocimiento alimentario es, antes que nada, una batalla cultural. Los medios de comunicación financiados por la industria alimentaria nos venden minuto a minuto frituras, harinas y productos ultra procesados, que se convierten en un símbolo cultural, de estatus, de modernidad. Obviamente, esta batalla cultural también tiene componentes económicos y hasta geopolíticos: hay un sistema comercial que funciona importando harinas blancas e insumos químicos, todo muy favorecido por los Tratados de Libre Comercio. Las frutas, verduras, tubérculos, cereales y leguminosas, en contraste, las producen familias campesinas sin poder económico y, por supuesto, sin spots publicitarios.

La comida conecta todo. Nuestra salud y alimentación, nuestros valores y aspiraciones culturales, nuestra autoestima nacional, el comercio internacional y el modelo económico… Todo se interconecta en nuestra olla, en nuestras decisiones cotidianas de consumo.

La reactivación económica debiera poner en el centro la alimentación y la agricultura. Se puede apuntar al mismo tiempo hacia dos objetivos: mejorar la salud de la población y reactivar la economía de las familias. Para ello se necesita un fuerte impulso estatal y programas integrales que conecten la producción (financiamiento, apoyo técnico, infraestructura de riego, etc.), la distribución (transporte de la producción campesina hacia los centros urbanos, alianzas estratégicas con mercados y supermercados) y la comunicación (un amplia y sostenida campaña pública). Por poner un ejemplo: si lográramos que Lima duplique su consumo de moraya, eso significaría ingresos adicionales muy importantes para miles de familias campesinas.

La alimentación sana, antes que como un privilegio, puede ser vista como una oportunidad.