Espero que un día en el futuro veamos las imágenes de unas máquinas destruyendo tumbas y seamos capaces de comprender su espectáculo bárbaro y obsceno, y cuánto dice de nuestra sociedad y de nosotros.

El terrorismo, sus efectos tan terribles, toda esa época, está claro que nos ha dejado grandes problemas, muchos miedos y temas sensibles. Pero creo que no deberíamos atender esa sensibilidad o calmarla con demostraciones de ferocidad, de abuso y de represalia. Que deberíamos negarnos a aceptar que eso es todo lo que es capaz de ofrecer nuestra democracia.

Los restos de los presos de El Frontón que se han exhumado de mala forma, ya han vagado mucho desde que sus portadores murieran hace más de 30 años. Espero que los familiares, pese a que una vez más deben observar cómo sus parientes, o sus restos, o la idea de ellos, son maltratados hasta la inexistencia, encuentren la fuerza para no prolongar los agravios, para no responder con odio ante esta ofensa. Y hallen el modo de imaginar para sus deudos y para ellos un espacio para generar paz.

Ojalá la dirigencia de lo que fue Sendero asuma su responsabilidad ante la situación en que ha colocado a los familiares, a las autoridades y a todos nosotros los que creemos que solo somos testigos mudos. Esta dirigencia colocó a esos cuerpos y esas familias en situación de ser tratadas indignamente y de refundarse en el dolor y la rabia. Ojalá también encuentren la oportunidad de reflexionar y abandonar sus duras y eternas certezas. No lo sé, hasta ahora se han comportado como un grupo que es incapaz luego de tantos años, de abandonar sus tácticas y su egoísmo, y sigue subordinando el sufrimiento de las familias a sus intereses políticos y de propaganda.

La ignominia de un hombre es la de todos, dicen. No puedo sentir más que una tristeza profunda por las autoridades, que no han sido capaces de ofrecer ante este desafío otra cosa que violencia y la prolongación de la destrucción. Tristeza por ellos y por nosotros, porque somos capaces de destruir tumbas, porque no nos importa o lo celebramos, porque la falta de razón y respeto por el prójimo impregna a todo el Estado y a nosotros, finalmente, sus ciudadanos.

Pienso que cuando me entreguen los restos de mi padre, si llegara a suceder, lo mejor será mantener en secreto su ubicación. Y no dar motivos a nadie de nada. O quizá lo mejor sea que nunca aparezca, y que lo poco que queda de él siga extraviado un poco en el campo, un poco en un cementerio clandestino, un poco en una isla, un poco en laboratorios, un poco en cajas de algún lugar hacinado del Ministerio Público.

Quizá esa será una forma pacífica de habitar entre nosotros, de estar muerto sin dar motivos a nadie de luchar, representar u odiar por él. Igual escribo estas cosas con desaliento, porque sé que esta noticia no importa mucho, que mañana o pasado todo será un vago recuerdo, que escribir a veces es sólo un simulacro un paliativo de la impotencia, algo inútil, y que en un par de días, con toda su luz y color, será otra vez, año nuevo.