El mundo en disputa, por Paul Maquet
La disputa está abierta. El mundo que venga luego de la emergencia por el coronavirus, con mucha probabilidad, será distinto. Pero cómo será ese mundo distinto, esa es una historia que está por escribirse. Es una historia que está escribiéndose en este momento.
El que diga “está claro que”, “sin duda que” o “definitivamente”, está pecando de un exceso de retórica. Porque nada está claro ni es definitivo: en esta crisis se están abriendo muchas posibilidades, y qué curso tome el mundo post-pandemia dependerá completamente de lo que hagan y dejen de hacer los actores políticos, los grupos de poder y la ciudadanía.
Tenemos frente a nosotros dos opciones extremas: o se profundiza una distopía que mantiene las características centrales del mundo actual pero acentuando sus peores rasgos de vigilancia, desmovilización y desvalorización de la vida; o esta crisis es un punto de inflexión que permite avanzar hacia un mundo donde el cuidado de la vida, la solidaridad y el bien común se convierten en valores centrales.
Obviamente, eso es solo una caricatura, porque existen mil caminos intermedios y alternativas posibles. Pero es un esquema grueso que ayuda a mostrar el tipo de disyuntiva a la que nos enfrentamos.
En un extremo, tenemos las respuestas a la pandemia que han puesto como prioridad la vida de las personas, y que han logrado sobrellevar la amenaza gracias a un sistema de salud pública sólido y a un Estado capaz. Creo que dos casos paradigmáticos, y muy distintos entre sí, son los de China y Alemania.
Ahora está de moda criticar a China, porque en toda película tiene que haber un villano y nada mejor que echarle la culpa de todo al país de donde vino el virus. En las redes sociales se cuecen todo tipo de historias conspiranónicas, alentadas por la xenofobia de Trump y sus amigos. Sin embargo, hay que tener la empatía atrofiada para no ver que China no ha sido “la culpable” de la epidemia, sino más bien la primera víctima de un virus hasta hace poco desconocido. Más de ochenta mil contagiados y más de 4 mil muertos según los números oficiales: el pueblo chino ha sufrido en carne propia los estragos de la enfermedad.
Al darse cuenta de la magnitud de la amenaza, China tomó decisiones realmente drásticas. Puso en cuarentena estricta una región con millones de habitantes y paralizó su economía como nunca lo había hecho. Tomar una decisión como esta, en medio de una guerra comercial con EEUU, es elocuente respecto a cuál fue la prioridad: no lo fueron las ganancias de las empresas ni el posicionamiento geopolítico, sino la salud de su propia población. Ahora es moneda común decir que China “demoró” en avisar de la gravedad de la enfermedad y ocultó información, pero lo cierto es que a fin de enero ya todo el mundo sabía que se habían construido dos hospitales de campaña con miles de camas. Más allá de admirarse por la rapidez y la ingeniería, lo que era obvio es que lo que estaba pasando allí era MUY GRAVE. No podemos decir que no estuvimos avisados. La construcción de estos hospitales demuestra dos cosas más: que China estuvo dispuesta a gastar mucho dinero público en atender la emergencia, y que su Estado tuvo la capacidad de hacer realidad esa decisión.
Decir esto no significa en absoluto alabar al régimen chino. Simplemente es la constatación de un hecho: en la respuesta a la emergencia, resolver la amenaza a la salud de las personas fue la primera prioridad.
El extremo opuesto es, sin duda, el de EEUU. Más allá de las bravuconadas infantiles de Trump, esta crisis ha revelado muchas cosas sobre cómo (no) funciona el “sueño americano”. Y resaltan claramente características opuestas a las que hemos identificado en el caso chino. Por un lado, la inexistencia de un sistema de salud pública capaz de responder a la magnitud de la emergencia, con hospitales desbordados y clínicas cobrando decenas de miles de dólares por hospitalización, con pacientes sin seguro muriendo por falta de tratamiento. Y por el otro lado, con una prioridad absoluta de la economía por sobre la salud, con autoridades resistiéndose a decretar cuarentenas y buscando acelerar al máximo posible el reinicio de actividades. Y todo esto con sectores de la ciudadanía protagonizando una película de ciencia ficción distópica, comprando armamento y haciendo marchas armadas en contra de las cuarentenas, protestando porque las mascarillas “violan su libertad”. Una cultura del derecho a la irresponsabilidad individual por encima del bien común, una cultura de las armas y la muerte por encima del cuidado de la vida, un sistema que pone las ganancias de las empresas por encima de la salud de sus propios ciudadanos.
La emergencia ha desenmascarado el cinismo de este sistema: si las infinitas guerras gringas siempre se escudaron en la misión de “proteger la vida de los estadounidenses”, la actuación del sistema ante la epidemia ha desnudado que no es la vida lo que estaba en el centro. El coronavirus ya ha matado muchos más estadounidenses que el terrorismo integrista o la guerra de Vietnam. Destruida la careta, solo queda la afirmación de los rasgos distópicos: un capitalismo descarado que ya puede actuar libremente sin tener que aparentar que le preocupa el bienestar de las personas. Este es el peligroso mundo que se abre como posibilidad, y que puede leerse también en los discursos cercanos a la CONFIEP y a los sectores empresariales en el Perú y en América Latina: si la gente se tiene que morir, ya es su problema, pero “la economía no puede parar”, lo que significa que los trabajadores deben seguir produciendo y los consumidores deben seguir comprando aunque ni el Estado ni las empresas estén dispuestos a garantizar condiciones básicas de salud.
Podríamos considerar que un caso intermedio es el de Alemania. Dentro de los países occidentales afectados por la epidemia, Alemania es uno de los que parece haberla gestionado mejor. Es cierto que tiene muchísimos contagios, ya casi 200 mil, porque no tomó medidas de cuarentena obligatoria tan drásticas como China. Pero tiene un número muy bajo de fallecimientos para tal cantidad de contagiados: 7600, comparado a los más de 26 mil que tienen países como Francia, Italia, Reino Unido y España. ¿Cuál ha sido la diferencia? Habrá que estudiar con detenimiento las explicaciones. Pero una que parece tener bastante sentido tiene que ver con la capacidad de su sistema de salud. Hay investigaciones que muestran que la supuesta “capacidad ociosa” del sistema de salud alemán, con una infraestructura disponible bastante superior a su demanda “normal”, está detrás del éxito en salvar vidas. Y esta es una característica estructural del sistema alemán: nunca han dejado de invertir en salud, nunca han dejado la salud de su población en manos del negocio privado, y cuentan con suficientes hospitales, camas y médicos para atender adecuadamente la emergencia.
Podríamos poner más ejemplos. Corea del Sur, Japón, Singapur, Vietnam, en todos estos países, independientemente del signo político de sus gobiernos y de su modelo económico (más liberal o con mayor planificación centralizada del Estado) la epidemia parece haber sido mejor controlada que en las potencias occidentales. Seguramente en los próximos años aparecerán muchas investigaciones buscando entender el mayor éxito oriental ante el coronavirus. También se ha mencionado el caso de Portugal, que contrasta marcadamente con su vecina España.
Todos estos casos ponen de relieve una combinación entre la centralidad del bien público como valor social, las capacidades de un Estado fuerte con servicios públicos sólidos, y la responsabilidad y disciplina colectiva de la ciudadanía. Sin idealizar, porque en muchos de los países orientales eso también ha ido de la mano con una capacidad represiva muy fuerte por parte del Estado.
Estas son las discusiones que estarán a la orden del día conforme vayamos acostumbrándonos a la emergencia. ¿Cómo será el mundo que se construirá a partir de esta crisis? Si no damos la disputa ahora por una respuesta solidaria y centrada en el bien público, el riesgo es normalizar un mundo más vigilado, con una ciudadanía asustada y desarticulada, y en el cual los negocios sigan siendo los que mandan.