El Perú es un país que no ha protegido su patrimonio fílmico y la compilación que hace el cineasta Gonzalo Benavente en su documental sobre la reforma agraria de 1969, La revolución y la tierra, pone en evidencia este descuido nacional. Pareciera incluso que las imágenes de Allpa Kallpa de Bernardo Arias, los films de Armando Robles Godoy, o las de Yo perdí mi corazón en Lima, que están en un estado deplorable, sirvieran como ejemplo gráfico perfecto para hablar de esa memoria documentada fragmentada y difusa que no existe sobre los tiempos de Juan Velasco Alvarado.

No es posible ver con indiferencia la calidad del material expuesto en el documental de Benavente, es más nos provoca consternación y algo de indignación: copias en video de films en celuloide avinagrados, corroídos por el tiempo, escenas opacas, deslucidas, raídas, o escenas de videos que dan cuenta de películas en 35 mm o 16 mm que ya no existen. La labor del cineasta no es pues resolver años de desinterés, y más bien, al margen de la intención de su film, que busca ser polémico al plantear a Velasco y su reforma como detonantes de polaridades políticas y sociales, propone un llamado de auxilio para ver qué pasa y pasará con nuestra memoria visual. En este sentido, la urgencia de que el país cuente con una cinemateca pública debe resolverse ya.

La revolución y la tierra, que compite en el Festival de cine de Lima, retoma el ejercicio de articular una memoria histórica, en este caso sobre la Reforma Agraria de 1969, a través del escaso material de archivo documental y periodístico de la época, pero que coloca en relación a los imaginarios o sensibilidades extraídos del cine peruano. Y esta partida, como concepto, resulta atractiva, porque las percepciones particulares de un grupo de entrevistados, que escuchamos sobre esta histórica reforma a lo largo del filme, se mezclan con las ficciones hegemónicas que construyeron esta “nación” desde el cine peruano. Paradigmas que han ayudado a exotizar la figura del andino, el papel de los hacendados o sublimar los linchamientos. Así, somos testigos de encuentros y desencuentros de estas visiones sobre un determinado hecho, donde cada voz ante la cámara aporta lo que considera capital o no sobre este hecho para el Perú actual. Pero las casi dos horas que dura este documental no llegan a concretar la idea planteada, porque quizás no existe tesis, suposición o alguna premisa que se quiere constatar.

Gonzalo Benavente, quien ya ha incursionado en el montaje a partir de archivos con Largo tiempo (2018), sobre la selección peruana de fútbol, muestra, ante todo, una galería de percepciones, pero a modo de cajón de sastre, donde convive la derecha más conservadora y caduca (que encarna alguien como Jaime de Althaus) con la pose de izquierdas más populista con marca El Panfleto. Y donde las imágenes acompañan, grafican, o solo están allí para hacer imaginar un hecho real. Por otro lado, si odias a Velasco, el documental es para ti; y si lo amas, también, ya que el cineasta ha querido recuperar las representaciones de todas las voces posibles, aunque tratando de informar ligeramente a las nuevas generaciones sobre cómo se dieron los hechos. No existe un lado crítico desde el montaje, salvo la inserción extraña de una visita del rey de España a Lima donde actuales congresistas lucen un servilismo colonial. Es decir, no hay una toma de posición, y el documental se vuelve un paseo acrítico, entregado a las narraciones variopintas y amplias de los entrevistados. Es acrítico y problemático por ejemplo, que aparezca Francisco Morales Bermúdez, ex presidente del Perú condenado a cadena perpetua por un tribunal internacional por su participación en la Operación Cóndor, como un testigo más. Se comprende el afán periodístico pero muchas veces no se pueden tomar como sutilezas este tipo de presencias a estas alturas.

Hay opiniones dadas por dos historiadores que aparecen como actos iluminados ante tanta impresión anecdótica: una indica que este proceso no se trató de una reforma agraria, sino de una reforma laboral, que logró que el campesino se adecuara a otro sistema para dejar de ser servidumbre. Y una segunda, donde se indica que casi nadie asociaba la palabra “revolución” al golpe de una junta militar. Es decir, dos ejemplos de oportunidades para asumir una interpretación histórica, pero que quedan en el aire, junto a las impresiones de los demás expertos.

La revolución y la tierra está diseñada para ser consumida como un documental de Netflix, con una narración dinámica, efectiva, rápida y con sus infaltables drones. Con información del proceso histórico sin mucha profundidad, ya que pone en resumen aquello que hizo inmortal a un militar que devolvió la dignidad a la mayoría de peruanos, y que definió el país diverso que somos hoy en día. De todas maneras, una oportunidad imperdible para la discusión sobre el estado de la memoria fílmica del país y sobre las pasiones que sigue despertando Velasco Alvarado.