César Lévano, uno de los pocos sobrevivientes de la Edad del Plomo (cuando aún se imprimía con linotipia y letras de plomo), ha fallecido esta madrugada. Tuve la oportunidad de conversar algunas veces con él. Fueron deliciosas tertulias. Con sus virtudes y defectos, fue uno de los últimos periodistas de raza, de esos a los que les corre tinta por las venas. Fue una buena vida, intensa. En 2013 fui a visitarlo y conversamos de muchas cosas. Esta es la crónica que escribí entonces:

El periodismo, es un oficio, una profesión, un cajón de sastre donde se ejercen otras carreras, una pasión dicen algunos. Para César Lévano ha sido la vida misma: el movimiento obrero, los libros, Mariátegui, las torturas, las cárceles, las listas negras, su cojera legendaria… Natalia.

Empezó de canillita muy niño, siguió de corrector de pruebas, redactor de notas cortas y así… hoy, cerca a los 88 años, sigue ejerciendo, desde sus artículos, la docencia y la dirección del diario La Primera (luego Uno), como en el primer día. Sin embargo, la convulsa biografía de Lévano, de la cual ya están preparando un libro, se puede definir como un recorrido donde, surrealmente, las ausencias estuvieron presentes. Mimetizado entre sus casi 30 mil libros, en su sencilla casa del Rímac, lo visitamos. Nos esperaba leyendo y escribiendo. No sabe hacer otra cosa.

PRIMERA AUSENCIA: La madre

Eran tres hermanos sobrevivientes, dos murieron muy pequeños. Los Lévano vivían por aquellos años en lo que ahora es la Calle Aljovín, y en ese entonces el Jr. Mapiri. “Una familia humilde, proletaria”, recuerda el maestro. Delfín Lévano, su padre, así como su abuelo Manuel Ccaraciolo, ambos panaderos, lucharon activamente por la jornada de las ocho horas con el movimiento obrero. El abuelo fue un patriarca sindical, logrando la constitución de muchos sindicatos: ferroviarios, portuarios, tranviarios, etc. “Manuel Acosta dijo una vez en una entrevista que le hizo Hildebrandt, que yo me parezco más a ‘caracholo’ que a Delfín, por la cara” y se ríe. Lévano siempre ríe.

“A mi padre lo torturaron al final de (el gobierno de…) Leguía y lo invalidaron. Le rompieron la columna, no podía caminar, usaba coche de ruedas. Mi madre era Rosa Amelia La Rosa, profesora diplomada y linotipista. Enseñaba en colegios de la sierra de Lima. Al caer mi padre imposibilitado, tuvo que trabajar como lavandera y cocinera. Exceso de trabajo. Se enfermó de tisis a la laringe. La llevaron al hospital, pero ya era tarde”, recuerda. Así, a los 7 años queda huérfano de madre, y salió a las calles con su hermano mayor, de 9, a vivir de canillita. Los amigos del padre iban de vez en cuando a visitarlo, le traían algún dinero y hablaban de revolución, de González Prada; que Lévano, sin entender mucho, leyó a los 10 años. Desde esa edad, y ya antes viendo las correrías del padre y su abuelo, empezó a absorber las ideas de izquierda. Su padre, ya casi muerto en vida, muere finalmente cuando el aspirante a periodista tenía 10 años.

SEGUNDA AUSENCIA: La pierna

 “Yo tenía un puesto de periódicos en la esquina de Manco Cápac con la Av. Grau, en la acera izquierda, donde ahora creo que hay un banco. Estaba colgando los diarios y revistas con los cordeles. Como era pequeño estaba arrodillado sobre un banco, y viene un carro y ¡pam! Era un militar borracho que se había estrellado contra otro carro y salió disparado hacia allá. No me ha matado de pura casualidad y la pierna sangraba como un río, destrozada. Me agarró en el aire”, recuerda a la pierna que no está. 

La Policía lo llevó a la asistencia pública de La Victoria que está en la Plaza Manco Cápac. Lo cual era absurdo, con la dimensión del desastre. “En frente estaba el Hospital Italiano, o podían llevarme de frente al Dos de Mayo por la Av. Grau. Pero torpeza pues, no va a ser maldad obviamente”, perdona Lévano. Perdona que le hayan jodido la adolescencia, pero cimentado su vida heroica. En la asistencia dijeron que no podían hacer nada y recién lo llevaron al Dos de Mayo. Un caballero esperaba en la mesa de operaciones listo para intervenir. Ante lo grave del accidente decidieron, mejor, llamar al gran cirujano don Francisco Graña. En esa época los médicos del Dos de Mayo trabajaban gratis, eran voluntarios. César Lévano, por esos años aún llamado por su nombre de Edmundo Dante, no perdía el conocimiento ni se dormía con la anestesia. Solo una obsesión colmaba su mente: “¿Qué dirá mi padre de esto?, ¿qué dirá mi padre de esto?”, se repetía ante el cirujano y la desconcertada Policía.

TERCERA AUSENCIA: El nombre

 “Es casi cómico. Yo leía a Vallejo y a Neruda en la Biblioteca Nacional. Como era muy pobre, solo podía sacar libros allí. No tenía luz eléctrica en mi casa, no tenía máquina de escribir ni radio. Leía con lamparín. Un muchacho que en el año 41 tiene 14 o 15 años no puede comprender gran cosa de Vallejo, sería jactarme de genio. Pero me impactó, me emocionaba, era como una corriente eléctrica”, explica.  Entonces los muchachos de la nocturna del Alfonso Ugarte, donde estudiaba el aún Edmundo Dante Lévano, idearon una revista que se llamó Cultura, que editaron en el año 43. Era la primera vez que el maestro escribía. “Cuando firmé con mi verdadero nombre Edmundo Lévano, mi nombre es Edmundo Dante, dije: esto suena a nombre de farmacéutico (ríe). Entonces, firmé “César Lévano”, por César Vallejo, y de allí para adelante ya nadie me conoce como Edmundo”, nos cuenta.


CUARTA AUSENCIA: Natalia, amada y compañera

“Con Natalia nos casamos en el año 56. Yo salí de prisión en diciembre del 55. Éramos enamorados. Ella me esperó. Cuando regresó el poeta Juan Gonzalo Rose del destierro me dijo ‘César, voy a escribir un poema, pero no sobre ti, sino sobre Natalia, la mujer que te esperó tantos años cuando estabas detrás de las rejas’”, nos dice. Sus pequeños ojos se posan en una esquina del patio. Allí, en una urnita, está el retrato de Natalia: marxista, comunista, madre, sobreviviente a las listas negras de Esparza Zañartu.

Aquella vez estuvo condenado a 5 años, pero salió a los 3 a través de una amnistía cuando cayó el Ministro de Odría, el temido Esparza Zañartu. Lo encerraron en el Panóptico, donde Mamoru Shimizu, el más célebre asesino (la historia sigue sosteniendo su inocencia) de Lima en los años 50, se hizo su peluquero y amigo. Se conocieron porque ella era hermana de una militante de la Juventud Comunista y asistían a las reuniones en el Rímac, en la calle Salitral y se enamoraron. “Casarnos, como escribí, fue un acto de irresponsabilidad edulcorado por el amor porque mi trabajo era de cachuelos en el periodismo”, recuerda. Se fueron a vivir a un cuarto de callejón en la misma calle Salitral donde se enamoraron, con un primus, un colchón en el suelo y muchos libros regalados. El 2011 murió Natalia tras 55 años de matrimonio y más de noviazgo.  ¿Tiene sentido la vida sin ella?, pregunta este insolente aprendiz de periodista. “Diría que estoy con ella, que me inspira, me ayuda. Ha sido una mujer heroica y noble”, nos deja sin réplica.

LA VIDA COMO AUSENCIA

“Ud. tiene casi 88 años y Natalia ya lo está esperando, ¿cree que ya hizo todo en la vida, qué falta?, ¿piensa en la muerte?”, le preguntamos. “No pienso en la muerte (ríe). Ahora último alguien ha hablado de que yo estoy jugando los descuentos y por no darle gusto voy a tratar de durar. Lo que me falta por hacer son mis memorias. Alguna vez inventé una frase: ´Yo no le tengo miedo a la muerte, la muerte me tiene miedo a mí´. Yo he llegado a la convicción de que soy superior al gato porque tengo más de 9 vidas. Estoy andando ahora en silla de ruedas porque vino un supuesto ciego grandulón que no tenía bastón, pero sí anteojos ahumados y ¡fua!, me aventó entrando yo a Letras en San Marcos. La idea era matarme, yo no tengo equilibrio. El tipo desapareció. Eso fue a los dos meses de la muerte de Natalia”, asegura.

César Lévano La Rosa, nacido como Edmundo Dante, hijo de panaderos sindicales, marxista, periodista y poeta, con una sola pierna sobrevivió a las cárceles, la pobreza, las persecuciones, a los intentos de homicidio. Sobrevivió al Perú. La muerte de vez en cuando lo reclama, y él, como escribió Galeano, la manda a la puta que la parió.

Eduardo Abusada Franco
@eabusad