*Por Pedro Llanos

Diego Macera es Gerente del Instituto Peruano de Economía (IPE). En su última columna en El Comercio, nos ofrece una seguidilla de opiniones “liberales” sobre temas de coyuntura:

“En el caso de la LMFL [Ley de Esclavitud Juvenil], ¿cuánta autoridad se le quiere dar a los burócratas y políticos para restringir el libre acuerdo entre un alumno que quiere aprender y una empresa que quiere enseñar? El caso de la [Remuneración Mínima Vital] RMV no es un muy distinto: independientemente de las consecuencias económicas, ¿es que el Estado sabe y tiene derecho a definir por millones de empleadores y trabajadores libres qué es un salario aceptable?” 

Cito este fragmento porque me parece representativo de lo que piensan los Bullards y Adrianzenes que llenan de rebuznos las columnas de opinión del oligopolio mediático de El Comercio. Es evidente que razonamientos así sólo podrían venir de personas que tienen como clientes o asociados a grandes grupos empresariales que se beneficiarían muchísimo de la eliminación de la RMV, las regulaciones laborales y ambientales, y, en general, de toda expresión de autoridad del Estado sobre los “negocios privados”. Pero vayamos por partes para hacer una radiografía de lo que piensan realmente estos señores.

En primer lugar, destaca que la razón que proporciona para estar a favor de la Ley de Esclavitud Juvenil y en contra de la existencia de la RMV es la misma: el acuerdo libre entre privados (trabajadores y empresarios) permite mejores resultados a que el Estado intervenga dictando estándares mínimos en términos de condiciones laborales y de remuneración. La idea que está detrás es que existe una igualdad fundamental entre los agentes económicos; en este caso, entre empleadores y empleados. Todos son “libres” de aceptar o rechazar las condiciones propuestas por una y otra parte, por lo que el resultado de la negociación es un win-win: todos salen ganando.

Sin embargo, como cualquier persona con criterio sabe, las condiciones en las que los empresarios y trabajadores negocian los términos del contrato de trabajo son sumamente asimétricas: mientras que para el capital no contratar a alguien es solo un breve retraso en lo que sigue buscando entre la masa de desempleados y subempleados, para el trabajador no encontrar un empleo puede significar no tener comida sobre la mesa o un techo bajo el cual dormir. Esta extrema y urgente necesidad de los trabajadores de vender su fuerza de trabajo es un factor que sesga el poder de negociación en favor de quienes son dueños de las tierras, las fábricas, los talleres, las tiendas y las oficinas; y es la razón por la cual muchas veces los trabajadores aceptan empleos informales, temporales, con bajas remuneraciones, jornadas extenuantes y pésimas condiciones de salud y seguridad.

En general, los márgenes de utilidad de las empresas son mayores allí donde obtienen el mayor esfuerzo por el menor salario. Esto implica que los empresarios siempre buscarán alargar la jornada laboral reduciendo la remuneración y los beneficios. En ese sentido, los intereses de los trabajadores y los empleadores son fundamentalmente distintos: existe un conflicto distribucional entre ambos, en el que cada sol adicional de salario implica un sol menos de utilidad empresarial, y viceversa.

Siendo esto así, a quienes más les conviene que haya mercados laborales altamente competitivos (es decir, en el que los trabajadores están desesperados por encontrar un empleo) es a los empresarios. La competencia por puestos de trabajo escasos genera una carrera hacia el fondo en el que malbaratearse se vuelve la estrategia dominante. Como es natural, el resultado neto del “libre mercado” es el de salarios cada vez más bajos y jornadas cada vez más largas.

Por suerte el libre mercado nunca ha existido del todo. Existen instancias de autoridad democrática y colectiva que desde fuera de la lógica de los mercados han procurado defender el bienestar y la dignidad de las personas. En ese sentido, dispositivos como la RMV, la regulación de la extensión de la jornada laboral o las leyes que regulan las condiciones de salud y seguridad en el trabajo son interesantes, porque son casos en los que, parafraseando a Macera, “el Estado sabe y tiene derecho a definir por millones de empleadores y trabajadores libres qué es un trabajo aceptable”Y esta intervención del Estado se da porque desde hace dos siglos millones de trabajadores alrededor del mundo han venido organizándose y luchando porque existan una serie de leyes regulaciones que eviten que la libre competencia los obligue a aceptar condiciones de trabajo inhumanas.

Marx lo sintetiza con lenguaje poético en El Capital:

“El contrato por cual [el obrero] vendía al capitalista su fuerza de trabajo demostraba, negro sobre blanco, por así decirlo, que había dispuesto libremente de su persona. Cerrado el trato se descubre que el obrero no es “ningún agente libre”, y que el tiempo de que disponía libremente para vender su fuerza de trabajo es el tiempo por el cual está obligado a venderla; que en realidad su vampiro no se desprende de él mientras quede por explotar un músculo, un tendón, una gota de sangre. Para ‘protegerse’ contra la serpiente de sus tormentos, los obreros tienen que confederar sus cabezas e imponer como clase una ley estatal, una barrera social infranqueable que les impida a ellos mismos venderse junto a su descendencia, por medio de un contrato libre con el capital, para la muerte y la esclavitud”.— Marx, El Capital, Tomo 1, Cap. VIII: La Jornada Laboral

Esa es la libertad que defienden los liberales: la libertad de venderse para la muerte y la esclavitud; la libertad de los empresarios de ser pequeños tiranos en las fábricas, talleres, tiendas y oficinas de todo el país, y la de los trabajadores de morir de hambre si no cumplen con los deseos de quienes les contratan.

Si por estos señores fuera, el Perú debería seguir con habilitación, enganche, pongos y yanaconas.