Laura Arroyo, comunicadora política

El paso adelante que han dado en ese Congreso de la República medieval para cambiar el nombre del Ministerio de la Mujer a Ministerio de la Familia no es un tema de «nombre» y el rótulo. Lo sabemos quienes nos dedicamos a trabajar con las palabras: las palabras no son jamás casuales, accidentales o gratuitas. Son las herramientas que configuran nuestras comunidades de sentido. ¿Qué se esconde tras el intento por acabar con el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables y dar pie a una cartera llamada «Ministerio de la Familia»?

Lo primero que hay que decir es que lo que subyace a este intento reaccionario y misógino no es simbólico. Es concreto, material y profundamente político. ¿El fondo? Invisibilizar a las mujeres. Invisibilizarnos del todo. Están apostando por vivir en un país donde el agro sea visible, pero no las mujeres; donde la economía sea visible, pero no las mujeres; donde la energía y las minas sean visibles, pero no las mujeres; donde el trabajo sea visible, pero no las mujeres; etc. ¿Por qué? Porque eliminada la víctima, eliminada la agresión.

Es la invisibilización de las mujeres a lo largo de la historia, de nuestras vidas, nuestras perspectivas, nuestros derechos, nuestro trabajo, nuestro papel en la reproducción social, etc; lo que ha perpetuado un sistema de agresiones y violencias contra nosotras. Pero ellos saben que sin víctima no hay agresión. Sin víctima no hay agresor. Sin víctima no hay sistema opresor. Sin víctima no hay nada por lo que luchar. No hay modelo que combatir ni derechos que alcanzar. Sin víctima, no hay nada que hacer. Solo perpetuar el «orden».

En segundo lugar, estos avances reaccionarios que estamos viviendo a nivel mundial no son ni ocurrencias aisladas ni torpezas o tonterías. Dejemos de menospreciar y subestimar al adversario. Nos quieren devolver a las cavernas pero no son idiotas, saben muy bien cómo hacerlo. Son los congresistas en nuestros países, pero también son esos jueces que les permiten avanzar en leyes que nos desprotegen (lo vimos hace semanas en EEUU). Son también esos medios de comunicación que objetivizan nuestros cuerpos, que hacen de las víctimas las culpables al preguntarnos por qué habíamos bebido o usado tal o cual prenda de vestir, o que perpetúan la cultura de la culpa sobre las agredidas, a la par que normalizan la cultura de la violación.

Son esos medios que tienen en Magaly Medina un gran ejemplo de lo que entienden por «mujeres». Son también esos poderes económicos y empresariales que destinan sus recursos a candidaturas políticas, partidos y proyectos que defienden estos retrocesos en su discurso y en su forma de hacer política. Luego, el 8 de marzo, las empresas cambian sus logos a morado y en el Mes del Orgullo se pintan con la bandera LGTBI, pero diariamente destinan sus millones a financiar a quienes nos quieren en silencio e invisibles.

Por eso, cuidado: no son solo dos o tres cromañones en espacios de poder, es una estructura muy bien diseñada con actores poderosos en diversos espacios que están queriendo arrinconarnos porque la igualdad les asusta y les incomoda. La igualdad actúa contra sus intereses. Claro, quien se beneficia de un sistema que oprime a algunos no quieren perder el privilegio de ser del bando opresor en lugar del oprimido. Nosotras libres somos su peor pesadilla.

En tercer lugar, y porque sabemos que no son torpes sino muy listos y cuentan con una poderosa alianza internacional, no caigamos en sus trampas. No es casual que quieran hacer una dicotomía entre dos palabras que no son dicotómicas. Quieren que enfrentemos un versus que a ellos les conviene. Quieren que confrontemos con un significante que es nuestro más que suyo: familia versus mujeres. Esa es la falacia máxima, ese es su marco conservador, ese es el cambio de paradigma que quieren instalar. Las mujeres no confrontamos la palabra «familia» porque las mujeres SOMOS las familias. No les permitamos quebrar este concepto, no les permitamos a ellos ser los defensores de una familia que ellos mismos fracturan y que no entienden. ¿Quién es más defensora de las familias verdaderas que las mujeres que sostienen los hogares muchas veces solas cargando sobre sus espaldas las labores de cuidado y protección de hijos, nietos, abuelos, dependientes, etc.? ¿Quién es más defensora de las familias que aquellas mujeres que se organizan con otras de su comunidad para organizar ollas comunes y dar alimento a miles de niños y niñas sin cuya labor morirían por no poder comer? ¿No es esa acción colectiva de las mujeres la definición por excelencia de familia?

Ellos, en cambio, quieren entramparnos en sus coordenadas de una «familia» que no existe. Su familia no es la mía, no es la nuestra y no es la familia nacional tampoco. Su familia es una excusa, un rótulo vacío que utilizan solo para justificar lo que realmente quieren: devolvernos a las mujeres a las casas. A ser, nuevamente, invisibles. A no existir en la vida pública. Por tanto, a no existir. Solo servir de incubadoras con patas, de amas de casa serviles, de cuidadoras dóciles. No quieren mujeres, quieren esclavas. No quieren «familia», quieren una parcela de poder.

Y es esto lo que nos jugamos con ese cambio de «nombre» que no lo es. Es un cambio sobre la forma en que nuestro país se concibe y construye las relaciones entre sus ciudadanos y ciudadanas. No es un cambio de nombre, es un cambio de dirección sobre la forma en que un país reconoce a la otra mitad del país que somos las peruanas. Y ahora que debaten sobre el cambio de nombre, no está de más recordar que esa es otra de las razones por las cuales pensar en una Nueva Constitución que nos incluya a las mujeres es tan importante, porque supone la firma de un nuevo pacto social que parta de un supuesto que es más necesario que nunca frente a la reacción fascista y misógina a nivel mundial: un pacto social que nos considere sujetos de derechos, libres, autónomas y soberanas. Y esto no significa hablar solo de los derechos sobre nuestros cuerpos y nuestra orientación sexual. Esto significa hablar de las condiciones materiales de la mitad del Perú que no son justas a la fecha. Supone hablar de ese capítulo económico que defiende el neoliberalismo y que, por tanto, defiende directamente el patriarcado. Supone hablar de ese capítulo sobre el poder del Estado sobre nuestros recursos que es un capítulo completamente entreguista en lugar de ser protector, cuidador y soberano, tres características que son feministas. Supone hablar del rol del Estado en nuestras vidas, no como mesa de partes que salvaguarda intereses económicos, sino como garante de derechos para todos, todas y todes. No hay nada más feminista que hablar de esto en una Constitución que así lo refrende.

No es un nombre, es una forma de estar en el mundo a la que ese Congreso medieval nos quiere condenar. No es un ministerio, son nuestras vidas. Y por nuestras no me refiero solo a las de las mujeres, sino a la de todos y todas porque un país que respeta al 100% y no solo al 50% es un país mejor para hombres y mujeres. Para todas las familias diversas que existen en nuestro país. Para todos los niños y niñas sean como quieran ser.

Ellos han reaccionado, nos toca a nosotras recordarle a la reacción que solo son eso: defensiva frente a los cambios que ya son irreversibles.