Escribe José Carlos Lama | Especialista y Director de Aldea Comunidades
Poco antes de navidad, un conocido dirigente de Gamarra declaraba exaltado a un reportero radial frente a innumerables montículos de basura: “¡no saben el grave daño que le están haciendo a nuestra economía!”. Mientras tanto, en el Ministerio del Ambiente, se daban los últimos retoques a la nueva Ley de Gestión Integral de Residuos Sólidos (DL N° 1278), uno de los 112 decretos legislativos que publicó recientemente el ejecutivo y que está en proceso de revisión en el Congreso.
Que un problema tan grave de salud pública se reduzca estrictamente a lo económico es -hasta cierto punto- entendible para el líder de un emporio comercial. Pero que esa visión reduccionista la tenga el gobierno, y en específico, el equipo humano –del MINAM- encargado de formular y poner en marcha la estrategia nacional para el manejo de los más de 7,5 millones de toneladas de residuos que generamos cada año en el Perú, es sinceramente preocupante, peor aún si 4 de esos millones terminan en botaderos, acequias, descampados o ríos y que el 97% de municipalidades[1] del país no tiene ninguna solución sanitariamente aceptable de manejo de residuos sólidos.
El problema de la visión reduccionista en el manejo de residuos
La magnitud de la problemática descrita no deja lugar a dudas: las dos últimas décadas muestran que, con la Ley General de Residuos Sólidos –promulgada a fines del gobierno fujimorista en julio del 2000-, su reglamento y normas relacionadas[2], se ha avanzado muy poco y muy lento en solucionarla, constituyéndose hoy en día en uno de los problemas más significativos de salud pública, que afecta seriamente el ambiente y actividades económicas locales[3], principalmente ganadería, agricultura y turismo a lo largo de todo el país. Son miles de turistas al año que cuando ingresan a un pueblo o pasan por las cercanías de una gran ciudad, tienen, como vergonzosa comitiva de recepción, toneladas de basura acumulada o dispersa.
La pregunta cae de madura: ¿a qué se deben tan pobres resultados?
En mi lectura se debe a que, en todo este tiempo, nunca se cuestionó el enfoque adoptado por el marco legal emanado a fines de los 90 –Ley General de Residuos Sólidos 27314-, coherente con el espíritu neoliberal de la época fujimorista, es decir, dogmáticamente privatista e individualista, priorizando con ello el diseño de políticas públicas con un enfoque principalmente economicista, en lugar de adoptar uno acorde a la naturaleza de cada problemática, y en el caso específico de los residuos sólidos, a la triple naturaleza que tienen los mismos, a saber: integral, territorial y social.
La naturaleza integral de los residuos hace referencia al concepto “ciclo de vida”: los residuos provienen de productos que a su vez utilizaron insumos, renovables o no renovables. Por ejemplo, el residuo “botella de plástico” fue parte del producto “gaseosa” empleándose para su fabricación petróleo, agua y aditivos. Tomar en cuenta el “ciclo de vida” es diseñar una política pública que priorice la minimización de su uso por provenir de recursos no renovables. Ello requiere asegurar su separación donde se generen (viviendas, oficinas, espacios públicos) empleando depósitos diferenciados y su recojo selectivo hacia una infraestructura con tecnología para su reciclaje. Menos de esto no debiera esperarse de una buena política pública.
La naturaleza territorial de los residuos propone que los mismos, en cuanto materiales que no se desean cerca, requieren desplazarse desde el lugar donde se generan hacia el lugar donde serán tratados, por alguna ruta. Una buena política pública debe garantizar que la selección del lugar sea el idóneo y que la ruta de los vehículos sea la óptima. Lo primero debe tomar en cuenta criterios como distancia a poblaciones, cuerpos de agua y actividades económicas. Lo segundo debe considerar el desplazamiento de personas y mercancías -junto al de residuos- sobre el territorio. Por ello cualquier diseño, si se desea óptimo, no debe verse restringido por fronteras jurisdiccionales sino debe poder trascenderlas. Si no, encontraremos absurdos como que dos distritos limítrofes de Lima Metropolitana decidan llevar sus residuos a infraestructuras separadas una de la otra por decenas de kilómetros o que veamos camiones compactadores recogiendo en hora-punta en ciudades de alto tráfico.
La naturaleza social de los residuos exige que su manejo sea reconocido como de obligatoria universalidad y calidad, por lo que se constituye, por definición, en un derecho humano que debe garantizar el Estado y no en una actividad donde se promuevan fines prioritariamente lucrativos. Esta contradicción esencial debe ser tomada en cuenta para que el diseño de la política pública evite incentivos perversos como el de empresas privadas que cobran por viaje o tonelada recogida, por lo que su búsqueda de crecimiento empresarial va esencialmente en contra del principio de minimización que establece la ley. O que por maximizar utilidades empresariales, se minimice la calidad y cobertura del servicio. Basta visitar cualquier mediana o gran ciudad para ver como parte del paisaje camiones destartalados, personal sin uniformes, ni herramientas, ni protección. La realidad de los servicios privatizados de residuos es -en casi todos los casos-, igual o peor que los de la mayoría de servicios brindados por los mismos municipios -estos últimos, con míseros presupuestos asignados.
Por tanto, de no tomarse en cuenta esta triple naturaleza, cualquier reformulación del marco normativo aún vigente[4], está condenada sino al fracaso, a éxitos muy moderados –como hasta ahora.
¿La nueva Ley de Residuos Sólidos toma en cuenta dicha naturaleza?
Lamentablemente no. Salvo algunas importantes novedades de diseño institucional, financiamiento y de promoción de la cadena del reciclaje, continúa adoptando el mismo enfoque neoliberal de los 90, uno que mantiene la privatización del servicio sin restricción como bandera (art. 60) y la filosofía del “que cada municipio baile con su pañuelo” como principal modus operandi (art. 23-24). Es decir, incorpora mejoras principalmente en el aspecto de integralidad, alguna que otra en lo social y ninguna en lo territorial.
Las novedades que trae la Ley
Las principales novedades son de tres tipos: a) de diseño institucional; b) de financiamiento, y; c) tecnológicas y de promoción de la cadena de reciclaje.
En cuanto al diseño institucional, resalta la transferencia de competencias normativas desde DIGESA al MINAM –fortaleciéndolo como ente rector (art. 15)- y a los gobiernos provinciales para evaluar y aprobar estudios ambientales y proyectos de infraestructura (art. 23), tremendo reto dada la generalizada falta de capacidades técnicas municipales. Estos cambios dejan a DIGESA la tarea principal de preocuparse de los residuos hospitalarios (art. 19), buena noticia dada la dramática situación de su manejo a nivel nacional –lo usual en los centros de salud es quemarlos y enterrarlos al interior de sus mismos locales o en botaderos[5].
Sobre el segundo punto, la novedad positiva viene con el financiamiento del servicio, permitiendo a las municipalidades, vía convenios con empresas de servicios públicos (p.e. agua o electricidad) cobrar los arbitrios junto a dicho servicio (art. 70), una muy buena noticia dada la elevada morosidad en la mayoría de municipios. Sobre la promoción de la cadena del reciclaje, se inserta el concepto “Responsabilidad Extendida del Productor” (REP) que da posibilidad a las fábricas y negocios generadores de residuos comercializarlos directamente de manera formal[6] pasando del concepto “residuo” al de “material de descarte” (art. 9).
Otros añadidos interesantes son: promoción de investigación científica con residuos (art. 6), el Inventario Nacional de Áreas Degradadas por parte de la OEFA (art. 7 y 16), el rol de Comisiones Ambientales Municipales (art. 26), el concepto “valorización” que incluye reutilización, reciclaje, compostaje, entre otras (art. 37). Además el enfoque explícito de “género e inclusión social” en la promoción del empleo (art. 53) de recicladores (art. 24, 35 y 64), y la flexibilización de soluciones de infraestructura, permitiendo –por ejemplo- que una misma pueda recibir residuos peligrosos y no peligrosos (rellenos mixtos) así como la posibilidad de reconvertir botaderos en rellenos sanitarios (art. 45), buena noticia por la inmensa dificultad de encontrar nuevas áreas disponibles.
Los vacíos de la Ley
Son tres los problemas de fondo con los que insiste esta nueva norma marco: a) aunque promueve mayor integralidad de las soluciones de manejo de residuos continúa haciéndolo de manera gradual, b) no considera el enfoque territorial para el diseño de soluciones, y; c) tampoco toma en cuenta la noción de derecho humano.
Sobre lo primero, la norma no es del todo exigente respecto a la integralidad de las soluciones, habiendo la posibilidad de tener sistemas de recojo que no promuevan la segregación en origen, o infraestructuras no integrales. Solo promueve educación para la minimización (art. 69) cuando debería prever “incentivos” (impuestos) para la disminución de empaques, por ejemplo. Todo esto preocupa pues, tras casi una década de creación del MINAM y el programa “gradual” de segregación de residuos sólidos solo se ha logrado alcanzar –según cifras oficiales del 2015- el 0,02% del total de residuos inorgánicos recuperados y el 0,005% del total de residuos valorizables orgánicos e inorgánicos[7]: a ese ritmo se necesitarían 240 años para llegar al 100%. Lo único que sigue siendo obligatorio (art. 3) es brindar el servicio, así sea de mala manera o solo con disposición final (art. 24), aunque luego la misma norma se contradice exigiendo cumplimiento de normas técnicas específicas[8]. Se mantiene aquello de que las municipalidades con menos de 10 000 habitantes, pueden exceptuarse de implementar el servicio o hacerlo de manera limitada por cuestiones económicas –lo que no es poca cosa al ser unas 1300 municipalidades, 2 de cada 3.
En cuanto a lo segundo, las soluciones de recolección y ubicación de infraestructuras, que debieran emplear el paradigma de enfoque territorial para optimizarse las mismas –básico por ser el componente más costoso del servicio-, continúan de manera jurisdiccional, es decir, cada municipio distrital debe “buscarse la vida” para resolver sus flujos de residuos, o en el mejor de los casos, si un municipio provincial tiene visión y capacidad podría incorporar en sus planes provinciales (PIGARS) a los municipios más allegados, como hasta ahora (no lo hace casi nadie). Nuevamente se deja de lado la posibilidad de exigir una planificación con enfoque territorial desde –idealmente- el ámbito regional[9] empleando para ello el concepto de logística territorial, en el que el transporte de residuos –llamémosle logística inversa– forme parte de un solo sistema logístico junto a la movilidad de personas y mercancías. Un escenario donde personas, mercancías y residuos fluyan óptimamente en el territorio jamás será posible si la norma solo otorga parcialmente (en vías nacionales) competencias al Ministerio de Transportes y Comunicaciones sobre el transporte de residuos peligrosos (art. 20).
Respecto a la tercera objeción de fondo, no se hace mención alguna, en los 83 artículos y 11 disposiciones complementarias de la norma, al término derecho humano, lo que no sorprende si de mantener la visión privatista del servicio[10] se trata (art. 6 y 60), aquella en la que la búsqueda del lucro es lo que prima y no la provisión universal del servicio con calidad, contradicción que termina degenerando en cortes del mismo por problemas contractuales –como en el ejemplo inicial que dimos de La Victoria- o en su pésima calidad por anteponer la búsqueda de la máxima utilidad empresarial –cruda realidad de las ciudades donde se cuenta con el servicio privatizado[11]. A los que les gusta hablar de ‘incentivos’, aquí tienen uno más que perverso. Exceptuamos de este comentario –por la naturaleza social- la acertada continuidad de la promoción de la incorporación formal de asociaciones de recicladores en el manejo de residuos sólidos.
A modo de aporte
La dramática realidad del manejo de residuos sólidos requiere aspirar a algo más que las “mejoras graduales” (art. 6) que sigue proponiendo la nueva ley y el Ministerio del Ambiente desde que existe, hace ya casi una década. Para ello como inclusiones de fondo en la nueva norma deben incorporarse dos principios esenciales en su artículo 5: el de territorialidad de los residuos y el de universalidad del servicio, y con ello, las modificaciones correspondientes.
A este cambio de enfoque debe agregarse un cambio de ritmo de abordaje de la problemática, pasando de mejoras “graduales” a “intensivos” para aspirar a resultados interesantes -por lo menos- en el mediano plazo (10 años), lo que requiere una estrategia agresiva de asignación de recursos para inversión en capacitación a miles de funcionarios y técnicos, en planeamiento territorial, en equipamiento urbano y en infraestructura de tratamiento y disposición final. Los plazos que indica la ley[12] son inviables de no contar con cientos de equipos humanos calificados de asistencia técnica, evaluación y monitoreo de sistemas integrales de residuos sólidos, que resuelvan la ingente demanda de los cientos de municipios que claman soluciones sanitariamente aceptables. Casi 2 mil municipalidades y 26 gobiernos regionales necesitan no solo ingenieros sanitarios o ambientales, sino una verdadera masa crítica de especialistas en ingeniería de residuos sólidos así como técnicos y funcionarios municipales realmente capacitados.
Si hablamos de montos a comprometer para cerrar la brecha operativa y de inversión, son viables si de decisión de Estado se habla -5 mil millones de soles según el MINAM-, intentar cubrirla en 5 años tomaría menos del 0,7% del presupuesto total anual del Estado. No parece mucho, pero es ocho veces más de lo que tiene el MINAM como monto de inversión para todo el año en todos sus frentes (160 millones de soles), aspirando a crecer en beneficiarios a medio millón de habitantes más este 2017 -a ese ritmo se cerraría la brecha en 40 años.
Señora Ministra, señor Presidente, urge tomar decisiones de política pública acordes con la magnitud de la problemática de los residuos sólidos, que vayan más allá de incorporar algunas novedades al mismo enfoque de los 90, se necesita, urgentemente, no solo mucho más recursos sino un verdadero cambio de paradigma.