Por Amanda Meza*

Lo acabamos de comprobar con la sentencia que libera a Edu Saettone. No importó que atropellara, matara, fugara, se mantuviera en la clandestinidad (aunque la misma periodista Milagros Leiva ha dicho que lo veía en el Club Regatas mientras estaba prófugo), y se le obligara a ponerse a derecho. No, para la justicia importa que tenga plata.

Lo dice la propia sentencia de la Sexta Sala Penal de Reos Libres cuando en su consideraciones resaltan algunos párrafos como: “se ha preocupado porque la compañía aseguradora realice los desembolsos a favor de los deudos” y cuando se refiere a que abonó 10 mil soles de caución, la Sala indica que “demuestra las buenas intenciones del sentenciado de pretender cumplir con la reparación civil que se imponga en su contra”. Y esto, finalmente, en el tenor de la sentencia, parece tener más peso que la propia evaluación de los delitos.

No es el único caso. A Saettone se suma la liberación de Hernando Graña, exdirectivo de Graña y Montero, involucrado en el megaescándalo de corrupción Odebrecht. En la resolución emitida el 27 de marzo la Sala de Apelaciones dispuso variar la situación legal de Graña a una comparecencia simple. Lo liberan porque la imputación de lavado de activos no está probada. Esto nos haría pensar de otros detenidos a los que tampoco se les ha probado delito, pero que no se les revoca la detención. Y no es imprudente mencionar el caso de los Humala Heredia, detención cuestionadísima, incluso por sus enemigos políticos.

Pero aquí viene la pregunta: ¿No es lo mismo apellidarse Saettone y Graña que Quispe o Contreras? En un país racista, con gobiernos que se hacen llamar ‘de lujo’, donde una vicepresidenta piensa que los pobres y desnutridos son violentos, donde los políticos actúan como gamonales y con amiguismos que les hacen ganar megaproyectos millonarios, pues, la justicia también es racista, clasista y segregacionista.

También se podría analizar el caso de Arlette Contreras cuyo agresor Adriano Pozo está libre pese a que todos y todas vimos la magnitud de la violencia. Un agresor cuyo padre tiene contactos políticos y se ha denunciado corrupción en el proceso, además de un evidente machismo en la resolución del tribunal.

Y así también otros agresores, violadores, asesinos obtienen  condenas irrisorias. Con ellos siempre hay duda del delito, son las víctimas o los deudos quienes tienen que andar probando que no mienten.

“No sabes con quién te has metido”, “¿Tú no sabes quién soy yo?”, “Calla, cholo de mierda”, “Negro, tenías que ser”, no son acaso las más populares formas de imponerse ante otro.

En el país de “la plata llega sola”, de un presidente que no rechaza una reunión con un notario y lobista montesinista –aunque sea 15 minutitos-, donde un alcalde impone su fuerza y su ley, donde los congresistas mienten sobre sus estudios, donde se apuñalan con videos unos y otros, donde las investigaciones a peces gordos a líderes políticos no prosperan, donde cada quien pugna por ser más vivo, menos cholo, menos negro, menos andino; en este país la impunidad pasa piola y convierte en héroes a villanos. Porque la indignación pasa con un álbum de Panini y ¡un almuercito de la csm!, y el delito queda debajo de la alfombra de lujo.

*Amanda Meza, comunicadora, especializada en temas políticos, de género y diversidad sexual. Trabaja en campañas comunicacionales de casos de derechos humanos. Ha sido editora general del Diario16, editoria de Política y Actualidad en Perú.com, reportera de televisión y redactora en la revista Tiempo (España). Activista feminista y LGTBIQ. Autora del libro’Mi cuerpo es mío’ editado por DEMUS.