Lo ocurrido en Villa El Salvador es, en primer lugar, una tragedia humana que nos llama a la solidaridad y a la acción concreta. Este es el momento de movilizar toda la solidaridad activa del pueblo peruano, donando sangre para las personas quemadas y apoyando a las familias que han perdido su hogar.

Pero es inevitable preguntar: ¿por qué ocurre este tipo de tragedias en el Perú? No es la primera muerte asociada a la falta de fiscalización del Estado hacia las empresas. McDonald’s hace muy poco, Las Malvinas y el cine UVK antes, además de los muchos accidentes en el sector construcción. ¿Por qué cada cierto tiempo tenemos que lamentar este tipo de hechos?

En el caso de Villa El Salvador, hay obviamente varios factores y no solo uno. Como se ha sabido por los medios, el camión cisterna ya había tenido un accidente previo, el 2018; además, el conductor tenía más de 80 papeletas, y había sido multado cinco veces por transportar materiales de manera insegura; a esto se suma una obra municipal mal hecha: como ha recordado la periodista Michelle García, “la corrupción mata”.

Un amigo me lo resumió así: “cuando sacas la cantidad de negligencias, la pista mal hecha, un camión insuficientemente seguro, un trabajador no capacitado, un hospital insuficiente…”. En efecto, hay una suma de factores que tienen que ver con la informalidad, la negligencia, la mala infraestructura, la poca fiscalización.

Pero cuando uno pone el caso de VES en el contexto mayor, es imposible no ver que hay allí un modelo que está fallando. Ayer comenté en las redes sociales que “accidentes” como estos muestran los límites de la monserga neoliberal del “poco Estado para facilitar la inversión de las empresas”. El comentario ha generado gran polémica, y me han respondido de todo: que la culpa no es del modelo sino de la informalidad, de la corrupción, de “las personas”. Sin embargo, sin negar nada de esto, poner las cosas en su contexto permite superar los enfoques meramente individuales o “moralistas” y tratar de entender qué cambios se necesitan en el nivel de las políticas.

El “modelo” del neoliberalismo, sin hacer de este un fetiche, implica que el Estado haga lo menos posible porque se le supone “ineficiente” en sí mismo. Así, mientras más cosas estén en manos del mercado, mejor. Además, el mercado se autorregula: la regulación por parte del Estado también es ineficiente y debe reducirse al mínimo posible, de ahí el discurso de los empresarios e ideólogos del modelo sobre la famosa “tramitología” o “permisología”. Según ellos, hay demasiados trámites y permisos que agobian a los empresarios y no los dejan invertir ágilmente para hacer crecer la economía.

Obviamente este modelo macro ha tenido diferentes aplicaciones, y por ejemplo no es lo mismo hablar de la densidad y capacidad regulatoria del Estado en Chile y en Perú, dos de los países en los que el neoliberalismo se impuso más radicalmente. Sin embargo, en el “neoliberalismo a la peruana”, lo que ahora se está llamando “informalidad” no es algo secundario, sino algo completamente funcional al modelo.

Porque aquí no estamos hablando de la “informalidad” de la que hablaba Hernando de Soto, de los pequeños emprendedores emergentes o de la vivienda popular que necesita un “título de propiedad”. Aquí observamos la informalidad de empresas grandes que pertenecen a sectores económicos importantes: cadenas internacionales de comida, distribuidoras de gas, cadenas de cine que son -por decir lo menos- poco eficientes a la hora de hacer cumplir los reglamentos más elementales para garantizar la seguridad y salud en el trabajo. Recordemos, por ejemplo, que el representante legal de la empresa que tenía encerrados a los trabajadores que murieron quemados en Las Malvinas tenía acciones en una empresa offshore que figura en el escándalo mundial de los Panama Papers. No se trata de “pymes” sino de empresas capaces de movilizar los recursos necesarios para hacer bien las cosas.

Así, cuando aquí estamos hablando de “informalidad” en realidad estamos hablando de la resistencia (criminal) de las empresas a cumplir con sus obligaciones… y a la incapacidad del Estado para obligarlas a ello.

Y esto es un segundo elemento que forma parte del “modelo”: el Estado debe ser lo más pequeño que se pueda, y la consecuencia es que un Estado así de pequeño no puede fiscalizar apropiadamente a las empresas. La incapacidad del Estado de fiscalizar es tan consustancial al modelo neoliberal impuesto en el Perú en los 90, que todas las instituciones fiscalizadoras (por ejemplo, OEFA en temas ambientales y SUNAFIL en temas laborales) han nacido gracias a reformas posteriores, para tratar de paliar los excesos del modelo. Reformas que, por cierto, han sido objeto de las más duras críticas de los empresarios y sus ideólogos, quienes gritaban “¡tramitología!”, “¡permisología!”, “¡nos quitan competitividad!”.

Los gritos y el lobby han tenido sus efectos: las entidades fiscalizadoras cuentan en general con poco presupuesto, insuficiente personal para desplegarse en todo el territorio nacional, y sus atribuciones son constantemente cuestionadas y replanteadas. Por ejemplo, el “paquetazo” del 2014 -producto de un intenso lobby de la CONFIEP- desinfló la capacidad sancionadora de la OEFA. Por si fuera poco, las mineras plantearon un juicio que duró años y que buscaba dejar sin financiamiento a la OEFA.  Otro ejemplo: la Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo, aprobada en el quinquenio anterior, establecía responsabilidad penal de la gerencia de la empresa ante casos graves que tuvieran como consecuencia la muerte de trabajadores; pero esta disposición fue restringida mediante reglamento y recién el gobierno de Vizcarra, luego de lo sucedido en el McDonald’s, ha corregido este retroceso.

Así pues, la fiscalización es el “patito feo” del Estado, no recibe recursos adecuados y cada vez que se puede se restringe y obstaculiza su trabajo. Esto no es casual, insisto: es parte de un diseño macro en el que se considera que demasiada regulación del Estado le “quita competitividad” a las empresas. Claro, porque acá la competitividad se logra al costo de exponer a los trabajadores y a la comunidad a riesgos que deberían ser prevenidos con una inversión adecuada en los procesos operativos de las empresas. Y con una fiscalización adecuada y una sanción drástica por parte del Estado cuando estas incumplen la Ley.

Obviamente, como hemos dicho ya, este modelo macro se asienta sobre otros problemas: la corrupción, la cultura de la informalidad y la “viveza”, etc. Sin embargo estas características conviven perfectamente con un modelo pensado en maximizar el beneficio empresarial y para el cual los derechos de los trabajadores o de las comunidades son “sobrecostos”.

Nunca faltan quienes leen una crítica al neoliberalismo y dicen “pero en Venezuela el chavismo es un desastre”. Sinceramente no entiendo qué tiene que ver. En Venezuela la economía es un desastre y aquí el neoliberalismo a la peruana mata. Ambas cosas son ciertas y decir una no implica negar la otra. El debate es tan plano, que parece que hay gente que cree que el neoliberalismo y el chavismo son los únicos modelos económicos de la historia universal. Ni el neoliberalismo es la única forma de capitalismo (los modelos socialdemócratas de capitalismo con Estado fuerte, amplios servicios sociales y alta presión tributaria, por ejemplo, no son “chavistas”) ni la única disyuntiva existente es entre el capitalismo y el socialismo estatista. Se trata de construir modelos que nos permitan hacer economía respetando derechos, y con un Estado y una sociedad capaces de garantizar que se cumplan esos derechos.