Su nombre, probablemente, no aparecerá en ninguna placa dentro de la Pontificia Universidad Católica del Perú, a la que dio más de 50 años de trabajo y amor. Su nombre no saldrá en los catálogos de la biblioteca, pues nada publicó; y, seguramente, tampoco tendrá en retrato entre los grandes cuadros de abogados en la Facultad de Derecho, donde estuvo cada día —51 años— repartiendo risas y cariño. Su nombre era Filiberto Tarazona, para efectos legales; pero para alumnos, compañeros y profesores era simplemente ‘Fili’.

Fili

Ingresé a la Facultad de Derecho de la PUCP en 1999, muy confundido sobre mi futuro vocacional; pero bastante seguro de que la abogacía no era lo mío. Al menos no en ese momento. La vida siempre se guarda ases bajo la manga. Como sea, aún enseñaban grandes nombres del Derecho entonces, como el exsenador Felipe Osterling, o el jurista Jorge Avendaño (éste, además, experto en fútbol; es decir, en la afición al balompié, claro está). Sin embargo, un simple nombre era el más popular entre los monstruos jurídicos de ese tiempo y me atrevo a decir, que es aún hogaño más popular entre los abogados y abogadas que pasaron por esa facultad: el de Fili, por supuesto.

Aún no existía el sistema de intranet como lo conocemos; así que todo lo resolvía Fili. Durante más de cuatro décadas fue una suerte de conserje, consejero, confesor y amigo de la Facultad. Tus exámenes debías recogerlo en su pequeña oficina, que era como una ventanilla de venta de boletos de cine antiguo, irredento territorio que no conquistó la Internet. Sabía si se había cancelado una clase o se había cambiado de salón. Al tiro te decía si algún profesor estaba de vacaciones o enfermo. Era más exacto que consultar el intranet hoy; y mucho más cálido, pues siempre tenía una sonrisa. Lo conocí viejo, el rostro surcado por hondas arrugas, el pelo totalmente blanco. Pareciera que siempre fue un hombre viejo. Pero nunca, jamás, lo vi sin su inamovible sonrisa. Dos hoyuelos en sus cachetes iluminaban esa cara feliz. En los cinco años que pasé en la Facultad y otros tantos en que iba a visitarlo, solo dos veces lo recuerdo haber visto llorar. La primera fue en una de las Olimpiadas de Derecho (que eran una fiesta más de trago y joda que deportiva), en que se le hizo un pequeño homenaje en las canchas de fulbito. Al coger el micrófono, el hombre apenas abrió la boca y se vino en llanto. Como escribió Benedetti: Llora nomás botija / son macanas / que los hombres no lloran / aquí lloramos todos. / Gritamos, berreamos, moqueamos, chillamos, maldecimos / porque es mejor llorar que traicionar / porque es mejor llorar que traicionarse. / Llorá / pero no olvides.

Fili

Y Fili lloró. Y algunos lloramos con él. O tal vez por él…  quizá movidos por el trago, o quizá por el tiempo que se iba. Y otra vez lo volví a ver llorando, muchos años después, ya enfermo, desde la cama de un hospital, reclamando los derechos que la universidad a la que dio los mejores años de su vida no le quería reconocer.

Al paso de los años, acorralado por la tecnología y las políticas laborales nuevas, lo vi unas cuentas veces más. Yo no sé si acordaría de mí. Millares de estudiantes le conversaban. Pero el viejo Fili, el del espíritu siempre joven y travieso, te agarraba del brazo y se reía de cualquier cosa, inventando cualquier anécdota. Convenciéndote que sí se acordaba específicamente de ti, que eras especial. A muchos consoló cuando no pasaban su examen de grado. Terrible y mortal momento para todo bachiller. Entonces Fili, que siempre pululaba por la sala de grados, te regalaba una sonrisa y te contaba que tal ‘abogadazo’ no pasó a la primera. Yo creo que mentía, pero no importa. 

El pasado 6 de noviembre de 2018 Fili dejó el mundo de los vivos. No hubo mayor homenaje que un post protocolar. Al menos, nadie de mi promo nos pasó la voz de algo mayor. Sería un gran gesto que la Facultad de Derecho de la PUCP coloque aunque sea una placa con su nombre. Para recordar que un abogado sin alma para atender los problemas reales de la gente, tan solo es un parlante que repite leyes escritas en un código. Decía Marco Tulio Cicerón, el gran abogado de la Roma imperial, amigo y rival de Julio César, que la justicia no está realmente en los códigos y leyes; sino que reside, en última instancia, en el corazón de los hombres justos. Fili tenía un corazón pletórico de bondad y justicia. Pero, como dicen los ‘letrados’, en el “supuesto negado” de que la Facultad no coloque siquiera una placa en su honor, Filiberto Tarazona, el buen Fili, tiene ya un monumento en la memoria de los cientos y cientos de alumnos y hoy “doctores” que alguna vez nos consideramos su amigo.