A penas existe un hospital en todo el país, que brinda atención integral a menores de edad con esta condición. Tampoco hay un registro exacto de cuántos afrontan solos esta enfermedad. Recién este año el Ministerio de Salud trabaja una guía para su diagnóstico y tratamiento.
Por Roxana Loarte
El debut. Al teléfono Natalia Rojas, madre de Gerardo, narra aquel verano de 2018, cuando el mayor de sus hijos fue trasladado de emergencia al hospital de Collique en Comas. Ella asegura que ese 25 de enero jamás saldrá de su memoria. Ni de la memoria de su familia.
–Él debutó con 360.
–¿360?
–Sí, tenía la glucosa con 360, deshidratación y estaba iniciando un coma.
Gerardo tenía un cuadro de hiperglucemia. Su nivel de glucosa (o más exactamente azúcar) en la sangre se había disparado hasta cuatro veces más de lo normal para un ser humano. El rango adecuado fluctúa de 70 a 100. Si excede hasta los 125, se considera sospecha de diabetes, y si sobrepasa esa cifra; oficialmente ya es una persona con diabetes.
Pero Gerardo tenía algo más. Su páncreas ya no producía una hormona llamada insulina o al menos no la suficiente. Y sin ese regulador de azúcar, las probabilidades de morir son altas. A esto se le conoce como diabetes tipo 1, y las personas que lo tienen, necesitan proveerse de una insulina artificial –por así decirlo– todo el tiempo. Hasta ahora la ciencia no puede explicar cómo es que un día el organismo se ataca a sí mismo, destruyendo unas células que nos ayudan a controlar el azúcar.
Horas antes de llegar al hospital, la vida de Gerardo transcurría en un constante sueño, cansancio, mucha sed y episodios de irritabilidad. Algo raro para un niño de 11 años. Sus padres lo habían traído a Lima desde Abancay (Apurímac), imaginando que su hijo padecía de un estrés producto de los exámenes finales del colegio.
Natalia y su esposo nunca escucharon de este tipo de diabetes. Ella recuerda que la única idea de esta enfermedad siempre estuvo asociada a lo que dicen de la diabetes tipo 2.
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En Perú la mayor parte de información sobre diabetes que se tiene es la de tipo 2. Un estudio realizado en el 2018 por CRONICAS (Centro de Excelencia en Enfermedades Crónicas) de la Universidad Peruana Cayetano Heredia cita que no existe información precisa sobre cuántas personas mueren con diabetes tipo 1. A penas se tiene que en el 2017 se reportaron 503 casos de personas de 0 a 19 años con esta enfermedad autoinmune, pero habría cerca de 8 000 pacientes entre niños y adultos, según Jessica Zafra, coordinadora del estudio ACCISS que tiene como objetivo mejorar el acceso a insulina.
Entre los hallazgos del estudio encontraron que la falta de información y educación del personal de salud, para tratar la diabetes tipo 1, es un problema latente. Zafra comenta que no existe una guía como sí sucede con la diabetes tipo 2, donde la población de pacientes es mucho mayor.
– Con esto el personal de salud tendría que recibir una capacitación y podría dar un diagnóstico, además del tratamiento.
De darse esta guía, a la par conllevaría contar con un registro exacto para identificar cuántas personas más viven con esta condición y no lo saben, o tienen diagnósticos errados y reciben un tratamiento que no es el adecuado.
A partir de la modificación de la Ley general de protección a las personas con diabetes (Ley N° 30867) en el 2018, el Ministerio de Salud trabaja en la elaboración de una guía de práctica clínica para el diagnóstico y tratamiento de la diabetes tipo 1.
Para los menores de 18 años, el único lugar que cuenta con un programa integral es el Instituto Nacional de Salud del Niño. Digamos que allí recibe la atención de un médico endocrinólogo, un nutricionista, un psicólogo, insulinas, glucómetro –un aparato de uso personal para medir la cantidad de azúcar– tiras reactivas, charlas, y otros.
Jorge Calderón, endocrinólogo y presidente de la Asociación de diabetes del Perú, asegura que en el Hospital del Niño el paciente “está bien coberturado”, al menos dentro de lo necesario.
–Pero si este niño vive en Sullana y no puede venir todos los meses a chequearse, entonces su acceso a la salud se verá bloqueado.
Lo mismo sucede con un menor de edad que vive en Puno o en la selva peruana. Por ejemplo, el padre de Gerardo, antes de retornar a Abancay junto a su familia, viajó sin ellos para buscar si en las farmacias de esa ciudad vendían las insulinas que su hijo necesitaba. Natalia cuenta que recorrió todo Abancay, incluso el hospital principal, y solo encontró una farmacia de la cadena Mifarma, donde podía adquirir algunas insulinas previa coordinación con el proveedor.
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Una montaña rusa. Briana se sabe de memoria la hora y qué tipo insulina debe aplicarse todos los días. Tiene 9 años de edad. En febrero del año pasado debutó con 293 de glucosa. En la comunidad de pacientes con diabetes tipo 1 le llaman “debutar” a la primera vez que se presenta un nivel alto de azúcar, tanto que están como en la cima de una montaña. Ese momento crucial es también la primera vez de su diagnóstico.
En la sala de su casa, Cecilia Gallo, la madre de Briana me enseña sentada junto a su hija todos los tipos de insulinas; la vial (en ampollas), las de presentación en lapiceras, agujas, glucómetros, tiras reactivas, un sensor y hasta un aplicativo que tiene en su celular para controlar la glucosa de Briana. Dice que su hija aprendió a colocarse la insulina a los doce días del diagnóstico, con apenas 7 años.
– Mi niña se mide al día, si no tuviera el aparato, unas 10 veces los deditos. Y pinchazos de insulina tiene mínimamente 4, si es que no tiene correcciones en el día. Si es que está con la glucosa alta hay que poner insulina; si se da en la madrugada, igual.
La vida a punta de pinchazos. Así describe la madre de Briana la rutina de su hija, mientras al lado suyo una voz de computadora que sale de su celular le indica, cada cierto tiempo, el nivel de glucosa de Briana. Entre tanto, la niña juega afuera de la sala. Es un transmisor que le costó como US$ 200 por internet, y se descarga en el celular.
Cecilia cuenta que ha logrado reemplazar los pinchazos del glucómetro con el sensor. Un aparato pequeño, redondo, parecido a un pop sujetador pegado al brazo derecho de Briana. El sensor no es legal en el Perú, pero sí en países como Argentina, Chile o Colombia, y puede costar alrededor de US$ 70. Su medida no es tan exacta, pero sí cercana al del glucómetro, y evita que el paciente tenga que estar pinchándose continuamente para conocer cómo está su nivel de azúcar. Basta con pasar otro aparato que acompaña el sensor por el brazo de Briana para saber si necesita más o menos insulina.
Cecilia aprendió de sensores, transmisores y hasta de bombas de insulina a través del internet, grupos de apoyo para padres y pacientes con diabetes. Para ella una persona con diabetes debe educarse desde el día cero.
–A mí cuando me dijeron tienes que aprender a contar carbohidratos, yo dije ¿cómo voy hacer eso?, pero lo hice.
Me muestra desde su celular la cuenta de una instagramer colombiana que tiene una bomba de insulina adherida a su cuerpo; Carolinatipo1, quien enseña a otros pacientes a viajar por el mundo sin complicaciones. O a contar el número de carbohidratos antes de comerse una hamburguesa sin remordimientos, y luego colocarse la insulina.
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Jorge Calderón afirma que las personas con este tipo de diabetes deben aplicarse insulina, por lo menos, tres veces al día. Desayuno, almuerzo y cena. Es lo básico. Otros pacientes como Briana pueden llevar un control más constante y riguroso, de acuerdo a su economía y la atención que le brinden al tratamiento.
Los pacientes con diabetes tipo 1 pueden comer diversos alimentos, pero no en exceso. Además, resulta mejor si aprenden a contar los carbohidratos que consumen. Calderón explica que, si el paciente tiene una glucosa alta, debe corregirla aplicando unidades de insulina, pero sin que esto lo lleve a una hipoglucemia (niveles bajos de azúcar en sangre). Algunos testimonios comparan esta enfermedad con una montaña rusa. Lo recomendable dice Calderón es mantener un equilibrio porque a la larga esos picos altos y bajos de azúcar deterioran los órganos, generan convulsiones y hasta la propia muerte.
El abastecimiento de insulina en los hospitales públicos y establecimientos privados es otro problema que menciona el estudio ACCISS de Crónicas. El mismo personal de salud que fue entrevistado confesó que tienen dificultades para mantener las insulinas en un ambiente adecuado, sobre todo porque requiere de una cadena de frío (es decir refrigeradas) para conservarlas.
Cecilia días después de la entrevista me escribe al Whatsapp: “Estamos sin insumos en el hospital, me han dicho que esto les pasa todos los fines de año”. Así como a ella, otros padres también reciben los medicamentos e insumos incompletos. Incluso la medicación más básica, como son las insulinas NPH, que son muy parecidas a las que produce el cuerpo humano. Su acción es intermedia y dura 16 horas. La análoga, en cambio, tiene una acción larga de 24 horas, pero llega a costar 100 veces más que una NPH, según el endocrinólogo. Ambas se reparten en el Hospital del Niño, pero en cantidades diferentes, y en menor número las análogas. Es el único hospital público que ha sido autorizado para adquirir las análogas.
– Hasta el momento las insulinas análogas no han sido ingresadas al petitorio nacional, porque no han demostrado que tengan mayores ventajas que la NPH, la OMS está de acuerdo con ese manejo en Perú por considerarnos un país de bajos recursos.
Aún, así, los padres de los niños con diabetes tipo 1 hacen lo posible por completar el tratamiento con los medicamentos e insumos que no les entregan. El gasto promedio mensual de un paciente para cubrir la totalidad de insulina varía entre S/ 300 a S/ 500. Es decir, casi la mitad de un salario mínimo en Perú. Y esto puede variar según la insulina, la dosis y otros insumos de monitoreo como las tiras reactivas -que se usan con el glucómetro donde se coloca una gota de sangre para detectar cambios en la glucosa y cada caja cuesta de S/ 80 a S/ 120 para una semana-, y las agujas o lancetas.
Todas las farmacias no siempre tienen disponibilidad, incluidas las privadas. Además, no todos los pacientes con diabetes tipo 1 están en el SIS o no tienen ningún tipo de seguro, como señala Jessica Zafra. También agrega que tanto en el sector privado como en el público el nivel de disponibilidad de insulinas no alcanza el 80 % que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS).
En regiones como Lima, Arequipa, Junín y San Martín encontraron buena disponibilidad de un tipo de insulina, pero en otros lugares como Ayacucho y La Libertad no llega ni a cubrir el 60 %. Y estas cifras hacen referencia a las que se repartan también a los pacientes con diabetes tipo 2.
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El olvido. Jordi, el hijo de Jenny Farfán, camina junto a ella en dirección al paradero para tomar un bus de regreso a casa en San Martín de Porres. Minutos antes participaron de una reunión en el grupo de diabetes para niños llamado Adina Perú en Surco. A Jenny le molesta exponer a su hijo públicamente, dice que ni pagándole toda la plata del mundo asistiría a un programa de televisión. Lo poco que gana limpiando casas, le ha permitido cubrirle el tratamiento durante 10 años.
Jordi debutó con 3 años de edad y 800 de glucosa en el Hospital del Niño. Hoy él es un adolescente que aún tiene vergüenza de aplicarse la insulina frente a sus compañeros de escuela. No suele llevar sus medicamentos, y si lo hiciera, poco o nada podrían asistirlo. Ni los docentes, ni la directora tienen idea de cómo tratar a un niño con diabetes tipo 1, menos de qué hacer si convulsiona o tiene problemas para respirar.
Jordi solo se aplica la insulina en su casa. Algunas veces tiene la versión en lapicera, pero normalmente usa la NPH, un glucómetro y tiras reactivas. Lo más básico y lo que puede conseguir con el SIS. Hace unos días en el hospital, su resultado arrojó un nivel alto. Jenny intentó explicar a los doctores que su hijo se deprime y suele refugiarse en la comida, pero algunos la recriminan.
–Algunos doctores no tienen paciencia con nosotros, porque a veces te dicen “quieres a tu niño o quieres trabajar”. No se ponen a pensar de dónde va salir el dinero.
Gerardo, Briana y Jordi en unos cinco años a más, tendrán que asistir a otros hospitales, sin un programa integral, con menos medicinas por si tienen suerte, y el desconocimiento de muchos sobre su existencia. Las políticas estatales aún los olvida porque son “minoría”.