La mañana en que, al despertar, volteé a preguntar sobre la distancia entre nuestra habitación y un misil no me di cuenta de que ya habíamos perdido. Aquella madrugada había iniciado la invasión rusa en Ucrania, y en el mar de información que nos rodea en estos tiempos todos mis sentidos estaban enfocados en diferenciar vídeos reales de bulos, fuentes fidedignas de propagandísticas y preguntas pertinentes de deseos.

Mi racionalidad se convirtió en un refugio. Explicaciones, datos, análisis, hechos. No había puesto los pies en el suelo y en mi cabeza ya se formulaba una respuesta “dependerá del misil, seguro”. Levantarse, darse un beso, lavarse los dientes, entrar en la ducha, vestirse, subir al coche, prender la radio. Las rutinas son también refugios, sobre todo en tiempos de incertidumbre. ¿Cuánto ha subido la gasolina? Uy, y subirá más seguro con lo que acaba de iniciar. La rutina de la mañana recordándote la guerra en la pantalla de la estación. Llegar al despacho, abrir los medios, entrar al tuiter. Todos están hablando. El volumen es muy alto. ¿Cuál es la distancia entre nosotros y la guerra? Doscientos ochenta caracteres, un “publicar” en el Facebook, un euro sesenta el litro de gasolina ó 3635,2 kilómetros desde Madrid. Café. De pronto entiendo a Alicia -esa maravillosa Alicia que nos describió Lewis Carroll- cuando decía “Yo, señor, en realidad no sé quién soy en este momento, aunque esta mañana lo sabía muy bien cuando me levanté, ¡pero he cambiado tantas veces desde entonces!”. Han pasado horas y ya parecemos otras. Como yo que, una semana después, escribo sobre el papel en blanco un texto que iba a hablar de otras cosas.

Quería pensar en las lecciones de esta guerra lamentable. Lecciones a tomar en cuenta porque si no aprendemos no sólo estamos condenados a repetirnos, sino a extinguirnos. Escalan las urgencias. Quería escribir, por ejemplo, sobre la guerra como evidencia de un fracaso que, aunque detona un sátrapa ultranacionalista y extremoderechista como Vladimir Putin, es un fracaso que cosechamos en colectivo. Quería escribir, por ejemplo, sobre la posibilidad de llamar a las cosas por su nombre como acabo de hacer con Putin, sin por eso ir a arrodillarme frente a una OTAN que tiene también sangre inocente en sus manos. Quería escribir sobre cómo Erdogan masacrando a kurdos pasó casi desapercibido en aquello que algunos llaman “occidente” porque la vileza no siempre se mide con la misma vara. Quería escribir, por ejemplo, sobre ese “occidente”. ¿Estoy yo dentro de ese “occidente”? ¿Estás tú? Quería escribir sobre el fracaso de la diplomacia y sus nefastas consecuencias y sobre este momento político en que la diplomacia se ha vuelto casi motivo de burla cuando es la vía de resolver conflictos. Lo hemos oído hoy en el Congreso de Diputados en España cuando VOX ha dicho que ser pacifistas es absurdo.

¿Cuál es entonces la verdadera distancia entre nosotros y la guerra? Quería escribir, también, sobre el peligro de la equidistancia. Esa que nos dice “ningún extremo es bueno” al margen de si existen realmente dos extremos equiparables. Como si fuera lo mismo una posición política defendida desde las vías democráticas para ello, que una posición política defendida con violencia, acoso y con armas de fuego. Quería escribir sobre cómo esto ocurre en esta guerra, pero también en mi casa peruana cada vez que miro en los medios de comunicación que algún periodista se ha sacado de la manga el simplismo de equiparar a La Resistencia, Los Combatientes u otros grupos postfascistas violentos de extrema derecha, con Perú Libre o el cerronismo. Quería escribir sobre la batalla de las palabras. Sobre cómo afrontamos una disputa en la que ya somos todos y todas soldadas. Sobre el riesgo de llamar ‘comunista’ a todo aquel que respira planteando una pregunta sobre el sistema hegemónico a nivel mundial. Quería escribir sobre el error de hablar del mundo de hoy con términos de un mundo de ayer. Sobre el lenguaje y los mensajes que calzan con otras guerras y otros contextos, y con la necesidad de nuevos referentes, pero también, nuevas palabras que nombren cosas que hoy necesitan ser nombradas.

Esta no es la guerra fría y Putin no es la URSS. Putin es un antes un zar que clase obrera. Un imperialista, no un hombre del pueblo. Y decirlo me hace muy de izquierdas. Quería escribir sobre el peligro de no cumplir los acuerdos porque así inicia una escalada de desconfianza que llega, hoy, a las armas. Hubo pactos incumplidos que nos han traído hasta aquí.

Y esto que parece lejano a un océano de distancia podría perfectamente calzar en nuestro entorno cuando vemos que en política los acuerdos son la última de las prioridades y el respeto a quiénes defendimos esos acuerdos se quiebra por quienes piensan antes en sobrevivir que en cumplir. Como si se pudiera sobrevivir políticamente incumpliendo con el pueblo. Sí, hablo de Pedro Castillo. Quería escribir sobre la diferencia entre propaganda e información y en cómo oír a muchos de nuestros referentes periodísticos indignados con lo que consideran “propaganda” me parece bien, pero a la vez incoherente cuando hacen exactamente lo mismo desde sus palestras “informativas” sean escritas, radiales o televisivas. Sí, hay que hablar mucho de la diferencia entre propaganda e información porque de ello dependen, a fin de cuentas, derechos y vidas. Pero no me puedo tomar en serio este interés por la información si viene de quienes hacen propaganda día sí y día también ya sea con noticias falsas como un fraude inexistente, debates falsos como una discusión sobre la efectividad de las vacunas, portadas coordinadas por un oligopolio mediático para quebrar la democracia o los silencios -elocuentes- cuando toca poner el dedo acusador en cualquier otro lugar que no sea el Gobierno de turno (que se merece fiscalización contundente y oposición rigurosa sin duda).

Quería escribir sobre la importancia de tener autonomía para definir y defender nuestros propios intereses como nación y como pueblo defendiendo la soberanía de nuestros sectores estratégicos. Algo que permitiría generar bienestar a nuestra gente, pero además nos permitiría no depender siempre de terceros. Dignidad, sí, pero también estrategia política. Esto no gusta a los defensores del neoliberalismo que llaman “libertad” a la “dependencia” de sus amigos y sus contactos.

Quería problematizar sobre por qué nuestras redes sociales y los medios de comunicación que consumimos se han llenado de menciones de este terrible conflicto cuando de otros -aún vigentes e igual de condenables- no leíamos ni una columna de opinión en la sección rezagada de los medios que hoy son expertos en difusión internacional. Y quería hablar, también, del racismo y cómo éste opera en la forma en que accedemos a la información. Quería preguntarme por los “héroes épicos de la resistencia” que son los y las ucranianas defendiendo su país, pero que nunca son quienes hacen lo propio cuando no tienen ojos azules. Como si el heroicismo no fuera la resistencia ante un agresor en cualquier contexto y con cualquier arma, incluida la palabra. Como si no hubiera heroicismo en los y las defensoras ambientales que utilizan sus cuerpos como arma contra las transnacionales que vulneran sus territorios. Como si no fueran héroes de la más inmoral de las crisis, los miles de miles de seres humanos que se ahogan en la fosa común que es el Mar Mediterráneo cuando escapaban de otras guerras y luchaban por sobrevivir llegando a las costas europeas sólo para encontrarlas cerradas porque su color de piel era «incorrecto».

Quería hablar de las miles de mujeres migrantes que llegan a Europa y además de la violencia machista estructural que sufrimos todas, padecen la violencia institucional que les obstaculiza regularizar sus papeles y acceder a empleos dignos. De cómo ellas no son heroínas para ese “occidente”, sino mano de obra barata y para la extrema derecha europea, ladronas de empleo. Hoy que veo a una Europa unida abriendo los brazos a la regularización inmediata para los y las ucranianas que en efecto necesitan esa regulación, me pregunto hasta cuándo nuestro color de piel definirá si somos heroínas o prescindibles. Quería escribir también sobre cómo a una mujer andina y migrante como yo, esta guerra me hace sentir un miedo desconocido al ver las imágenes de violencia contra africanos, por ejemplo, impidiéndoles subir a trenes en Ucrania para escapar de la guerra. Y me pregunto, si las coordenadas fueran distintas, ¿podría acceder a un vagón de tren tan rápido como un blanco? ¿Me echarían de la cola? ¿A quién tendría que rogarle? ¿Valen mis lágrimas menos que las de ojos de otro color? Seguro que sí, así como en Perú para algunos valían más los votos de unos que de otros. ¿Cuál es la verdadera distancia entre nosotros y la guerra? Europa inicia una serie de acciones de cara a este período de excepcionalidad, pero en esa “excepcionalidad” está también planteando decisiones peligrosas. Como bien apunta Pablo Bustinduy, el rearme de Alemania, la irrupción de la Unión Europea como actor militar, la decisión de enviar armas al frente, la multiplicación del gasto armamentístico o contemplar la adhesión inmediata de Ucrania a la UE tendrán consecuencias de hondo calado para el futuro. Y sobre esa previsión no estamos hablando. Y mientras las medidas de la UE no cuenten con una hoja de ruta que permita reconducir en simultáneo el conflicto apuntando a desescalar en lugar de azuzar lo que ya cuenta con suficiente fuego vamos mal y vamos tarde. Hoy, al oír a la extrema derecha española (VOX) señalando que el pacifismo es absurdo -algo que hermana a Le Pen, Afd, Salvini, Zemmour- recordamos que estos personajes no cuentan con otro proyecto político que el miedo. Y qué peligroso que sus aliados peruanos no hagan ascos a estas juntas. ¿En qué se diferencia un Abascal romantizando la guerra desde un ardor nacionalista y militarista de un Montoya diciendo que correrá sangre para conseguir el poder? Suenan muy parecido a Vladimir Putin aunque te digan lo contrario. Y por eso, en tiempos en que hemos normalizado preguntarnos una mañana al despertar “¿Qué tan lejos estamos de un misil?” deberíamos reflexionar sobre la verdadera distancia entre nosotros y la guerra. Sobre la importancia de empezar nuestros análisis desde la emocionalidad que nos hace humanos y desde la frustración por esta situación que ya es una derrota como lo es cualquier guerra. A veces ese es el mejor refugio y es colectivo.

Hoy, los hombres y las mujeres de paz tenemos mucho que decir porque defender la paz nunca es absurdo, sino necesario; y, además, supone alta dosis de emocionalidad para su defensa, no sólo racionalidad. Solo por eso, siempre tiene las de ganar si somos capaces de quebrar las rutinas para mirar el mapa y preguntarnos qué tanto queremos parecernos al conflicto que rechazamos.