No hay duda de que Keiko Fujimori es la mujer más poderosa, políticamente hablando, del país. Representa el resurgimiento del fujimorismo iniciado por su padre en 1990, contribuyendo a alargar su vida por más de 20 años. Su punto más alto fue la fundación de un “verdadero partido”, Fuerza Popular (FP) y su intento de ganar la presidencia el 2016 en segunda vuelta.
Inmediatamente después vino el declive y, a pesar de que gracias a esa elección FP tuvo mayoría absoluta en el Congreso, además del apoyo aprista y su «ingeniería legislativa», la ‘Señora K’ no ha hecho sino meter la pata y mermar su imagen, su partido, su familia y sus posibilidades presidenciales.
Se ha comportado como elefanta en la cristalería. Vuelta que da, rompe algo.
Para empezar, han quedado reveladas sus conexiones con personajes investigados judicialmente por la DEA, como su brazo derecho, financiador y generoso alquilador de locales partidarios Joaquín Ramírez, ligado a una presunta red de narcotráfico y universidades con fines de lucro de mal nivel y peor reputación. Sus cuentas partidarias indican un patrón de falsificación de documentos, y posterior destrucción de evidencias y obstrucción de la justicia, que si se comprueba evidenciaría intentos de camuflar ingresos que provendrían de Odebrecht y solo Dios sabe de cuantas economías delictivas y grupos de interés; ello sin contar la venta de curules organizadas por su otro brazo derecho Jaime Yoshiyama. Por estas razones está, con justicia, en la cárcel.
El clan Fujimori vive una crisis tras dañar la relación con su encarcelado y deprimido padre, y por arrastre las relaciones con buena parte del “fujimorismo histórico”, al haber avinagrado las relaciones con su hermano menor, Kenji, tan popular como ella. Si bien es cierto Keiko logró frenar el deterioro de su coalición parlamentaria, y resistir los intentos por cerrar el Congreso (por lo menos hasta ahora), el costo de su reputación ha sido enorme al defender a Pedro Chávarry y sus tentáculos en la Fiscalía y jugarse el todo por el todo para mantener el dominio de un Congreso desprestigiado moral y políticamente. A ello se suma el desesperado intento por salir de la prisión fingiendo una dolencia, y el intento en paralelo de controlar el Tribunal Constitucional a cualquier costo para quedar liberada. Pero lo más significativo es que estos errores tácticos, escándalos, líos familiares, encarcelamientos y defensas desesperadas la alejan de sus bases sociales, esa masa fujimorista que desde los tiempos de su padre había de cortejarla directamente con regalos y promesas, con visitas semana a semana, pueblo por pueblo. Ese apoyo del fujimorismo duro popular se está debilitando y disminuye el hasta hace poco sorprendentemente sólido capital político de KF y FP.
En suma, el fujimorismo del siglo XXI se encuentra en franco declive y seguirá ese camino aun si, con ayuda del APRA, logra copar el Tribunal Constitucional y frenar el cierre del Congreso y el adelanto de elecciones. O si consigue vacar a Vizcarra.
Los intentos por vender curules y representar a dudosos grupos además de vínculos con grandes empresarios como el grupo Chlimper o el grupo Wong, se irán desvaneciendo porque ya no pueden apelar a esas masas de votantes pacientemente clientelizados, cuyo recuerdo de las épocas heroicas y admiración por la hija del ‘mejor presidente del Perú’ también se va desvaneciendo.
Lo mejor que puede hacer Keiko es olvidar la política y conseguirse ese trabajo que nunca tuvo. Una empresa de almacenamiento, digamos, pero con control de carga.