La pena máxima: cuando el fútbol idiotiza a la gente, por Mónica Delgado

Hay varias sospechas sobre la relación del fútbol y el Plan Cóndor: que entre dictadores se pactaron acciones de desaparición y de amedrentamiento mientras se jugaba un Mundial. Se dice que Jorge Videla acordó con Francisco Morales Bermúdez la derrota de Perú ante Argentina, en el Mundial de 1978, a cambio de llevar a un grupo de opositores tratados como prisioneros de guerra. Materia para escenas dignas de cualquier ficción sobre criminales de guerra o simplemente de dictadores en relación con el deporte más popular del mundo. La metáfora ideal para la ligazón de poder y entretenimiento, de dictadura y control de las masas, de desaparición y espectáculo. Si bien este suceso no es el eje fundamental de la película peruana La pena máxima, el Plan Cóndor aparece como contexto capital liado al disfrute de la hinchada peruana, mostrada como una muchedumbre cuasi invisible, que imaginamos gracias a unos efectos sonoros de arengas, vivas y celebración de goles.

El film, basado en la novela de Santiago Roncagliolo, quien también elabora el guion, describe las indagaciones de Félix Chacaltana (encarnado por Emanuel Soriano), un aprendiz de fiscal que se inmiscuido en un operativo paramilitar (el Plan Cóndor) a finales de los años setenta en una Lima de interiores y en pleno Mundial de fútbol, mientras intercala pareceres y acontecimientos con una serie de personajes secundarios, interpretados por Javier Valdés (un militar), Fiorella Pennano (su saliente), Úrsula Mármol (su madre), Denisse Dibós (la amante de alguien), Ismael Contreras (su jefe), Alfonso Dibós (un sospechoso), entre otros. Desde esta trama, Michel Gómez busca recuperar el clima de finales de los setenta, con citas a Fiebre de Sábado por la noche, con la resurrección del cine Roma, o con algunos detalles futboleros, sin embargo, todo va directo a la banca de suplentes.

Si bien el trasfondo de La pena máxima es el fulgor del Mundial realizado en Argentina mientras se suceden los actos criminales del Plan Cóndor, las menciones a las dictaduras se aluden en momentos específicos, como la emisión en vivo y en directo en la televisión de la ceremonia de inauguración en el estadio de River Plate, en que la junta militar hace cínicamente “un llamado a la paz” y al respeto de los derechos humanos. Sin embargo, la vinculación de la dictadura y fútbol no se profundiza, y la trama criminal se vuelve un mix del rezago del Franquismo, de la semilla de Sendero Luminoso y hasta como consecuencia de relaciones amorosas fallidas. Y donde los partidos de fútbol son usados como un hilo conductor decoroso, constreñido, y hasta burlesco. El primer penal que se falla.

La pena máxima recupera con fidelidad la organización de la novela, dividida en capítulos que llevan los nombres de los partidos de fútbol de Perú con Escocia, Irán, Holanda, Brasil o Argentina, pero esto no significa logro alguno, en la medida que se vuelve un compartimento vacío, donde la sucesión de partidos de un evento deportivo se convierte en el suceso adormecedor del país ante asesinatos, desapariciones forzadas, torturas y demás prácticas del Plan Cóndor en Perú. Es decir, la metáfora simplista, marcada con brocha gorda, se convierte en el telón de fondo en un contexto diseñado a modo de caricatura, donde un ‘callejón de un solo caño’ se vuelve escenario recurrente de un país entumecido por el fútbol. 

Gómez propone como trayectoria de aprendizaje del protagonista una búsqueda policial, y que deviene en un cambio o un ascenso a causa de que el fútbol vuelve inútil a todo el sistema judicial, donde no hay fiscales que puedan hacer diligencias debido a la transmisión de un Mundial. El personaje se construye desde este afán investigativo, desde una sed de justicia, con ínfulas de cine de detectives o de thriller incluso, que involucra desde triángulos amorosos hasta tráfico de niños. Pero para dar profundidad a una historia de desaparecidos, Gomezagrega una subtrama marcada por un aspecto más “íntimo”: la virginidad de Félix. Así, el film no solo tendría la capa de los recovecos del Plan Cóndor, sino una más personal, la del ámbito amical y sexual de Chacaltana. Abandonar la castidad es abandonar la idea de un país ingenuo. Un Freud a la limeña. Y en este sentido, ni la ‘realidad’ criminal, ni la interioridad sexual cuajan en esta obra que en varios momentos luce gags de humor involuntario.

En esta película, mientras disparan y asesinan la gente grita ¡Perú, Perú! O mientras detienen a argentinos jipis y comunistas, o se pasan niños como si fuera bultos en mochilas, la hinchada sueña con goles de Chumpitaz y Cubillas. El fútbol como mecánica alienante, y que solo deja indiferente a los inteligentes como Chacaltana, que prefiere unos besos y caricias con su saliente o rebuscar documentos viejos en un sótano de la fiscalía antes que ver un partido. Es decir, el film pudo convertirse en algo más de lo que el guion y la novela esbozan de manera literal, el éxito de la sociedad del espectáculo como tamiz del horror y la crueldad. Sin embargo, Gomez se limita en calcar lo literario.

Más allá de las deficiencias argumentales, que hace que personajes entren y salgan de la trama sin más, como el desperdicio logrado con un actor de la talla de Ismael Contreras (lamentablemente fallecido hace algunos meses), a quien de repente no vemos más más allá de los cuarenta minutos, o hacer que actores de performance interesante como Emanuel Soriano, sean tomados como caricaturas debido a diálogos risibles (las menciones al comunismo son hilarantes), La pena máxima hace que extrañemos cualquier huida del lenguaje convencional televisivo peruano. El problema no es que ante la escasa creatividad de los cineastas se apele al lenguaje televisivo, sino que se recurra a recursos manidos de la manera más fácil o floja: secuencias pegadas con cinta Scotch, actuaciones acartonadas y maltratadas por diálogos risibles, emociones que afloran sin razón alguna, interiores farsescos a falta de encontrar locaciones en Lima que ayuden a recrear los 70 (ya hasta da candor ver al mismo Volkswagen blanco estacionado en la misma calle variasescenas distintas). Por otro lado: no voy a tocar el tema del diseño sonoro, porque quizás deba emplear el doble de texto para enumerar las veces en que el sonido se vuelve en un amortiguador de la incapacidad de generar atmósferas, de transmitir el alma de un Mundial o de simplemente generar algo esencial en el cine: la verosimilitud. Como si el sonido estuviera hecho con afán rupturista, transgresor, para sacarnos de la narración, de la convención, para arrojarnos al artificio, a la médula de la imposibilidad de capturar lo real, cual cine experimental.

En su hora y media de duración, La pena máxima describe la soledad y derrota de ese 6-0.

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