La abogada Rosa María Palacios señala en un comentario en la red social Twitter que las personas que buscan atenderse en una clínica privada deben aceptar los altos costos del tratamiento para el COVID-19, puesto que se trata de un “gusto” y “los gustos cuestan”. Además, para justificar los costos elevados explica que las clínicas “pagan mejor al personal”.

La afirmación de la abogada es inexacta en extremo. Una famosa clínica limeña, por ejemplo, hace una década que tiene un constante conflicto con el sindicato de enfermeras. La clínica se niega a brindar un aumento de sueldo y para defender su negativa ha dividido a la empresa en dos razones sociales, de manera tal que los ingresos son facturados en una razón social, mientras que las planillas de remuneraciones en la otra razón social. Así cada vez que el sindicato presenta su pliego de reclamos, la empresa aduce que su situación económica está en “rojo” por lo que no puede brindar ningún aumento. Así durante muchos años.

La situación en otras clínicas es similar. La gran mayoría de ellas no tiene sindicatos por lo que las enfermeras, el personal administrativo y los médicos laboran muchas veces sin contratos laborales sino por locación de servicios o mediante contratos temporales que no reconocen guardias u horas extras y a los profesionales que reclaman, pues no se les renueva el contrato. De esta manera, tenemos que en el sector de las clínicas privadas, las remuneraciones a veces son ligeramente mayores al salario mínimo junto con precarias condiciones de trabajo.

Esto es así, y no debería ser una sorpresa, pues las clínicas privadas funcionan como empresas privadas y buscan maximizar el lucro bajo cualquier medio posible. Como una empresa que fabrica teléfonos celulares. La pregunta que salta inmediatamente es la siguiente: ¿es la salud un producto más que debe venderse en el mercado como los teléfonos celulares? Para la abogada parece que sí. Pero esto supone aceptar que si no tienes dinero para acceder al “gusto” de curarte, pues te vas a morir.

Es claro que una sociedad democrática -por lo menos desde el siglo XX- entiende que hay aspectos de la vida humana que no pueden ser “productos del mercado”, es decir mercancías. La salud y la educación por ejemplo. ¿Por qué? Pues, básicamente porque existen desigualdades sociales más allá de la igualdad legal. es decir, por que hay ricos y pobres.

Y nuestro país, en los últimos quince años ha registrado diferentes tasas de “crecimiento económico” pero ahora, no queda ningún ideólogo de la derecha que siga pensando que dicho crecimiento fue consistente o sostenido (salvo Rosa María Palacios y Aldo Mariátegui vacunados contra la realidad). Ha quedado más bien evidente que el crecimiento ha sido desigual -mucho para los grandes empresarios, casi nada para los trabajadores- y endeble (creación de empleos temporales y precarios).

Una sociedad que pretenda ser democrática no puede simplemente dejar que la salud sea una mercancía más, porque eso supone ponerle precio a la vida humana y dejar que los más pobres queden “a su suerte” como si no hubiera un Estado encargado de velar por los ciudadanos. Es un tema de ética política, pero también muy pragmático, pues en el Perú tampoco existe un amplio y competitivo mercado de la salud. Hay diversos informes periodísticos que señalan que las clínicas privadas pertenecen a aproximadamente ocho poderosos grupos económicos vinculados a los seguros donde destacan el Grupo Credicorp, Mapfre, Breca, entre otros.

¿Podremos sacar algunas lecciones de esta crisis y construir un sistema de salud democrático y accesible para todos los ciudadanos?

Carlos Mejía es capacitador y asesor gremial de diferentes federaciones y sindicatos. Investiga temas del mundo laboral, género y organización gremial. Sociólogo (UNMSM) y Magister en Relaciones Laborales (PUCP). Especialidad en Derechos Humanos Laborales por la Universidad de Castilla La Mancha.