En los cerros de Lima el agua puede costar hasta 10 veces más que por conexión vía red pública. El acceso al agua en el desierto limeño revela la desigualdad existente en la ciudad entre quienes están abajo, en el llano de la capital, y quienes están arriba, donde hay condiciones casi extremas de vida.

| Por Kevin Huamani Ochoa

Al sur de Lima, Villa María del Triunfo es uno de los 43 distritos que conforman la capital peruana y la mayor parte de su geografía está dominada por cerros que pueden llegar a alcanzar hasta los 900 m.s.n.m. De los casi 500 mil habitantes, unos 12 mil aún no cuentan con conexión de agua y desagüe en sus hogares; y son quienes viven en precarias casas ubicadas en las zonas altas del distrito. Fundada a inicios de la década de los sesenta, la zona urbana de Villa María del Triunfo no ha detenido su expansión. Tanto así que se ha puesto en peligro la sostenibilidad de un frágil ecosistema, las Lomas del Paraíso, donde echa raíces la famosísima Flor de Amancaes, corretean vizcachas y aletean aves como el turtupilín. Mafias de traficantes de terreno junto con la falta de programas de vivienda, la migración hacia las grandes urbes debido a la desigualdad y las escazas oportunidades, son los amargos ingredientes para un cóctel que embriaga permanentemente al distrito.

“Paradero doce, doce, doce; tranquera, tranquera”, vocifera melódicamente el cobrador de una combi mientras agita la mano con velocidad de arriba hacia abajo para atraer pasajeros en el cruce de las avenidas El Triunfo y Salvador Allende, esta última vía ampliamente conocida como “Pista Nueva”. La avenida El Triunfo tiene un solo sentido y va desde el llano hacia los cerros. Mientras el vehículo va subiendo unos metros sobre el nivel del mar, alejándose de la parte baja, las casas de material noble, de dos pisos a más, se van tornando precarias, en predios que no tienen caja de luz, que carecen de medidor de agua, con paredes de triplay, calaminas y techos con coberturas de plástico. La dinámica comercial de las bodegas, los mercados, vendedores ambulantes y mototaxis va desapareciendo paulatinamente mientras la combi dirige el rumbo hacia los asentamientos humanos en las alturas de Villa María. Al final de la avenida, ya en una empinada cumbre, sigue una prolongación que cambia el asfalto por la trocha, contornea la ladera de los cerros hasta esconderse a espaldas de ellos.

Foto cortesía: Adam Mizrahi

Desde arriba, la vista es impresionante. Las laderas de los cerros que rodean a la Urbanización Cercado de Villa María del Triunfo están cubiertas por precarias casas de colores blancos, azules, grises, marrones, verdes y cremas. A lo lejos, las viviendas de las asociaciones Central Los Andenes de Villa María, Bella Vista, Nuevo Porvenir 14 de Julio, el Asentamiento Humano Mirador Eterno y Cerro Verde se ven como si estarían una encima de la otra, aglutinadas y amontonadas, y otras alejadas. A simple vista parece que las casas se van a caer y otras desafían a la física y las técnicas de construcción, pues están ubicadas en zonas casi inaccesibles. Unas estrechas calles y caminos delimitados por los propios habitantes se abren un espacio entre las viviendas; su dimensión apenas permite el paso de vehículos menores tales como combis y mototaxis, y otros sólo funcionan como pasos peatonales. Una mala maniobra de un chofer, sea por inexperiencia, descuido o falla técnica, podría dejarlo empotrado en el techo de una casa precaria o ser desbarrancado hasta donde la geografía del cerro lo permita. Arriba todo tiene una apariencia de tranquilidad, de calma; una antítesis del caos, ruido y ajetreo que impera abajo. Arriba la gente se saluda, el chofer de la mototaxi con la señora que caminaba por un lado de la trocha, el joven cobrador de la combi con un pasajero que abordó su unidad vehicular, y dos señoras que se encuentran en una pequeña bodega abastecida de productos básicos. En los mapas políticos, los barrios y distritos son divididos por una línea que se traza sobre una calle o avenida, pero en Villa María hay una frontera natural en su interior entre la parte baja y alta cuya marca es la neblina. Al subir la neblina se torna lentamente más espesa, por debajo de ella hay una ciudad y arriba emerge otra.

Arriba de Villa María

Pampa León es uno de los últimos asentamientos humanos surgidos en las alturas de Villa María. Vilma Tapia Pérez, de la comunidad de Socco, provincia de Aymaraes, Apurímac; y Antonio Carbajal Quispe, huancavelicano, son dos migrantes del sur peruano y desde hace 8 años vecinos en los primeros lotes. A Antonio, una señora le pasó la voz de que estaban vendiendo terrenos; y a Vilma, un primo le propuso comprar un lote a medias, pero le advirtió que era en un cerro, “no me importa”, dijo Vilma contundentemente en aquel entonces. Se hicieron vecinos en Pampa León y los terrenos recién comprados apenas alcanzaban los tres metros cuadrados. Y el solo llegar a ese terreno representaría el inicio de una serie de dificultades. Vilma pagó 3 mil soles a una señora de apellido Chambi para tener la posesión de un lugar. Al inicio se celebraban reuniones entre esta señora y el resto de nuevos propietarios, pero luego ya no. Vilma dudó sobre la seguridad de su inversión y empezó a temer, creyó que no llegaría a tener la propiedad que tanto anhelaba. Vilma exigió al esposo de la señora Chambi un reembolso, “me devuelve mi plata que he gastado y yo me voy, mientras tanto no me muevo”. Y así fue, ella se quedó. Poco después apareció un sujeto que se autodenominaba el dueño de las tierras que ocupaba Vilma, este la acusó de invasora. Fueron unas ocho veces que el hombre no identificado buscó desterrar a Vilma, pero no lo consiguió; Vilma se arraigó a como dé lugar.

Foto: Kevin Huamani | Wayka

—Vende una persona y luego viene otra y te bota. Es un negocio que se hacía. Son los traficantes de terreno. —Cuenta Antonio, quien agrega que pese a ser un terreno abandonado de vez en cuando aparece alguna persona que dice ser el propietario.

Cuotas de 50, 100 y hasta 200 soles solían pedir (algunas veces hasta semanalmente) personas que se autonombraron dirigentes de Pampa León para supuestamente contratar maquinarias como tractores o aplanadoras, y hacer trabajos de afirmación de los terrenos y abrir caminos o trochas.


—Todo es pago, pago. —recuerda Vilma indignada—, y no hay avance ni hay nada. Plata nomás te siguen sacando.

—Al último se revelaron (la gente que había comprado los terrenos), lo botaron al que cobraba, al dirigente; a todos los botaron. Ahí recién está más estable. —recordó Antonio con cierto alivio.

Desde que esos traficantes fueron expulsados, Vilma y Antonio sienten que han podido avanzar y mejorar en la búsqueda de una calidad de vida posible en Pampa León. Replicar sus costumbres y revivir sus prácticas originarias ha sido un refugio y una suerte de guía para convivir y continuar viviendo en un cerro de Villa María del Triunfo. “Todos los domingos es faena, faena”, detalla Vilma. A través de esta forma de trabajo colectivo para el beneficio común, Vilma, Antonio y el resto de vecinos han podido abrir, ensanchar y afirmar el camino que los conecta con el paradero doce o también llamado “tranquera”. Este funciona como un núcleo de encuentro para los asentamientos humanos alrededor, acceso a transporte tanto hacia la parte baja de Villa María como las partes aún más altas y un lugar de abastecimiento de productos en los pequeños comercios circundantes. “Diosito, ¿cuándo mandarás moto? —preguntaba Vilma en sus oraciones más íntimas al hacedor cristiano del mundo y el destino—Y ya llegó la moto. El camino era chiquito y lo hemos abierto haciendo faena. Arriba estamos haciendo faena, escarbando la tierra”, narra así una de las hazañas más grandes que han logrado trabajando colectivamente.

Para Vilma, de 40 años, el Todopoderoso se erige como el único soporte que le da fuerzas para seguir día a día y mantener la fe en que su situación pronto mejorará. Cuenta que suplicaba todos los días por tener un espacio propio donde vivir. “Yo rezaba: ‘Jehová mándame un terreno, no importa en un cerro; no me importa. Diosito mándame’, así decía”. Contradictoriamente, un deseo espiritual era lo más concreto y tangible que ella podía concebir. Según Vilma su plegaria fue oída y cumplida, pues consiguió que se hiciera realidad ese anhelo. “Dios tarda pero no olvida”, dice un santo proverbio que tiene un origen más popular que de la misma prédica cristiana oficial; aunque quizás sea una degradación o reinterpretación del noveno versículo del tercer capítulo del segundo libro de Pedro que profesa que “No es que Dios sea lento para cumplir su promesa, como algunos piensan. Lo que pasa es que Dios tiene paciencia con ustedes, porque él no quiere que nadie muera, sino que todos vuelvan a obedecerle”. A pesar de que Simón Pedro diga lo contrario con su escrito de casi 2 mil años, esa “paciencia celestial” ya se percibe como tardanza donde reina la miseria, el hambre y el desamparo, tal como ocurre en Pampa León. “Prefiero tragar polvo pero estoy en mi casa tranquilo; no me importa”, sentencia Vilma firmemente.

Ruta de ingreso a Pampa León, VMT
Foto: Kevin Huamani | Wayka

Antonio y Vilma son parte de ese casi 80% de peruanos que viven en la informalidad, no tienen un trabajo fijo. Ambos se dedican a realizar trabajos de limpieza en la zona baja de Villa María del Triunfo o en el distrito aledaño de San Juan de Miraflores. No hay trabajo diario, solamente cuando se lo solicitan o cuando son recomendados por sus conocidos. La remuneración que reciben es irregular y no hay ningún tipo de seguridad en el monto. Sus preocupaciones económicas y ajustes financieros no giran en torno al mes, menos a la quincena o semana, lo hacen de forma diaria. “Hay días que puedes ganar 100 soles, otros 50 y otros 40. No es nada estable, tampoco. En una semana puede salir uno, dos o tres trabajos”, sincera y revela Antonio su situación laboral. “Tienes que sacarte el ancho. Hacer limpieza rápida, planchas, cocinas”, agrega Vilma acerca de las labores a la que se dedican y cómo deben hacerlas. Según las cifras el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) solo en Lima Metropolitana hay 2.1 millones de personas subempleadas, es decir que trabajan en horarios parciales y no completan una jornada laboral (subempleo visible) o sus ingresos mensuales son inferiores al costo a una canasta básica familiar (subempleo invisible).

Un porcentaje del dinero que ganaban lo veían esfumarse en la compra de velas. Los primeros cuatro años, desde que se asentaron en Pampa León, vivieron sin luz, a merced de las llamas de unas velas. Con cinco soles adquirían un paquete de velas que les duraba para dos días. De manera interdiaria, ambos tenían que ir a la única bodega más cercana que quedaba a casi 30 minutos a pie desde sus casas. Si la tienda estaba cerrada o desabastecida del producto, eso significaba quedarse en penumbras o como simplemente lo dice Antonio: “Ya fuiste”. Pero entre vivir sin luz y agua, este último resulta determinante y Antonio asevera enfáticamente: “Sin agua no se puede vivir”.

Conseguir agua en el desierto y en las alturas

Vilma viajaba más de 40 kilómetros para abastecerse de agua. Hacía un recorrido desde el distrito de La Victoria, donde vivía su tía, hasta Pampa León, prácticamente atravesaba la ciudad de centro a sur con una mochila proveída de agua, o algunas veces con baldes en mano iba hasta el paradero “tranquera” a comprar agua, agua que se derramaba y salpicaba mientras caminaba de regreso a casa por el natural movimiento de su andar. “El balde lo vendían a un sol”, detalla Vilma. Pero había algunas personas que no querían venderla entonces solamente quedaba hacer el largo trecho hasta el grifo, que quedaba en la parte baja. Un tramo se recorría en moto y la otra a pie. Así fue su rutina por el agua hasta que los mismos posesionarios de Pampa León abrieron el camino y el famoso aguatero pudo contornear las pronunciadas laderas. Si duda, el aguatero es el vehículo más esperado en los lugares más empobrecidos y alrededor de ellos se configura una dinámica social, una estructura donde el camión proveedor de agua es el eje de todo.

El camión circula por Pampa León una vez a la semana y a veces hace dos o tres vueltas por la zona para dotar de agua. En la primera pasada del camión, que suele ser los miércoles a las cinco de la mañana, los residentes aprovechan en usar el agua comprada para lavar la ropa, lo hacen rápido para que cuando se termine puedan aprovechar y comprar otra ración hídrica más y destinarlo para otros fines. “Si eres vivo, a la segunda vez (que pasa el camión) llenas de vuelta el agua”, cuenta Antonio. Sin embargo, no todos pueden ejecutar esa estrategia. Si el trabajo coincide con el horario de llegada del aguatero o simplemente no estás ese día, te quedas sin agua. ¿Qué hacer en ese caso? Solamente queda economizar hasta lo más mínimo el uso. “A veces ni hay para bañarse”, confiesa Antonio. Por su parte, Vilma cuenta que cuando no tiene agua, y es invierno, coloca una tina en dirección donde filtra una gotera de considerable flujo de agua, vierte unas dos gotas de lejía y lo utiliza para lavar la ropa o los servicios. Cuando llueve, la trocha se torna barrosa y el aguatero no sube.

Foto: Kevin Huamani | Wayka


“Aquí hay mucho polvo en el verano y cuando hay lluvia es puro barro. Solo espero que haya pista. Uno lava un rato su zapato y ya está negro, sucio. Los niños a veces se caen y hay que llevar otro pantalón por el barro. Y a veces cuando todo es barro, el aguatero no sube hasta aquí. Incluso las motos tampoco quieren subir”, relata Vilma.

Con Sedapal, una familia de Lima con conexión doméstica a agua potable y alcantarillado paga casi tres soles por metro cúbico de agua. En cambio, en Pampa León un tanque de agua de 1100 litros, poco más de un metro cúbico, cuesta unos 35 soles y un balde chiquito puede valer uno o dos soles con el servicio del aguatero. La diferencia de precio es abismal. El precio del agua en Pampa León vale hasta 10 veces más que en una casa que cuenta con la instalación vía red pública. Sin duda, tener agua es un lujo, un privilegio que contradice al Artículo 7-A de la Constitución que proclama el acceso universal al agua. Con ese precio, Vilma tiene que hacer malabares para que el agua no le falte. “Si es para la cocina, el tanque alcanza para dos semanas o menos, porque hay que lavar, hacer el desayuno, almuerzo. Se puede comprar hasta dos tachos para abastecer”, cuenta. Pero no solo se paga el agua, hay otro monto que cancelar. Por bombear el agua hasta sus contenedores, el aguatero puede cobrar hasta cinco soles, pero este monto puede aumentar si la casa se ubica en zonas mucho más altas.

El agua en la coyuntura peruana

Hasta el año pasado, según la Superintendencia Nacional de Servicios de Saneamiento (Sunass), en el Perú habían 3.3 millones de personas que no cuentan con una red pública de agua potable y 6.4 millones que no tienen conexión de desagüe. En Lima son alrededor de 600 mil habitantes que no tienen acceso a agua potable o alcantarillado. Por esto, el acceso al servicio del agua es uno de los temas más recurrentes que aparece en campañas políticas para cargos de elección popular, genera esperanzas y también decepciones. El actual alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, decía tener la solución para resolver el problema de la falta de agua en las zonas altas de la capital. El entonces candidato del partido Renovación Popular decía que compraría bombas de 10 mil soles para llevar el agua hacia la cima de los cerros y colocar tanques de 30 mil soles en las laderas. Hasta la fecha aún no hay tanques ni bombas adquiridas.

Al iniciar el mes de octubre del 2023, una noticia generó alerta y casi histeria colectiva en Lima, Sedapal anunció el corte del agua hasta por 4 días en algunos distritos debido a trabajos de mantenimiento y cambio de tuberías. En los medios de comunicación se difundió noticias casi apocalípticas y se recomendaba almacenar agua. En los mercados los precios de tachos o baldes de 100 litros se encarecieron y Sedapal mediante comunicados trataba de informar de que el corte iba a ser parcial, es decir que en algunos distritos sería de horas, en otros por un día o dos y el algunos casos si sería por las cuatro fechas. En un intento por calmar a la población preocupada, la entonces ministra del Ambiente del gabinete de Alberto Otárola, Albina Ruiz, dijo que hay que reutilizar el agua. “Bueno, yo siempre me baño rehusando el agua, tengo un balde abajo y siempre uso eso. Ahora nos bañaremos con una tacita. Ahorraremos agua, vamos a mirarlo por el lado positivo”. Para Vilma y Antonio, la noticia del corte de agua no fue nada nuevo, fue normal. “Estamos acostumbrados a que el agua entre una vez a la semana o a la quincena. Tenemos que hacer aguantar el agua, tomando menos agua o bañándonos menos”, cuentan.

En Pampa León, las cerca de 60 familias que la habitan consiguen alimento de las 4 ollas comunes que han surgido en la zona. Una de ellas, la olla común “Dios es Amor”, prepara en promedio 112 raciones a un precio de dos soles y la cantidad puede variar según los pedidos que se realicen por el grupo de WhatsApp de los vecinos de la comunidad; así se aseguran que no falte o sobre comida. “Íbamos a los mercados, al de frutas, de verduras. Hacíamos chancha para comprar. Más que todo buscábamos comida para adultos mayores y niños, y las personas que estaban mal. Con la bendición de Dios, hemos salido adelante y seguimos, qué se puede hacer. No nos podemos rendir. Ya sé que llorarás un rato”.

El difunto congresista fujimorista Hernando Guerra García decía que 930 soles era mucha plata para los peruanos, lo decía quien en vida percibía más de 15 mil soles al mes. “Si para bajar y subir para ir a trabajar gastamos 20 soles al día. Y aparte la comida, está 11 o 12 soles. Además de comprar el desayuno, dos panes son tres soles, más el vaso de quinua. Ahora si te da sed, una botella de agua o gaseosa. ¿Y cuánto se gana al día?”, reflexiona Antonio contradiciendo lo dicho por el exlegislador.

Foto: Kevin Huamani | Wayka