Hemos visto el estallido social de esta semana en Chile, país que para muchos era la estrella del desarrollo sudamericano. Hemos visto la furia, la indignación, la frustración de cientos de miles de chilenos manifestándose en decenas de ciudades (en la mayoría de casos, pacíficamente; en otros, no tanto).
Pero, ¿qué es lo que llevó a los chilenos a las calles? Pese a su gran crecimiento económico, este país esconde una tremenda precariedad social. Como ha titulado el New York Times, con estas protestas Chile ha empezado a aprender «el costo de la desigualdad económica». Si la gota que derramó el vaso fue una nueva alza en el precio del metro (uno de los más caros del mundo), los manifestantes han sido claros en su perspectiva: «No son 30 pesos, son 30 años».
Escribo estas líneas desde Santiago, donde resido hace unos meses por motivos de estudio, y he podido constatar lo asfixiante que resulta la vida aquí para las mayorías. No solo el transporte es caro: la educación y la salud son carísimas. No existe el derecho a la vivienda y hay muchas personas viviendo en situación de calle, la alimentación es cara, la electricidad, el agua, el gas también. Para aquellos cuya situación económica es holgada, esto no representa un problema, pero para la mayoría, la vida es impagable: El 70% de trabajadores gana 500 mil pesos o menos (US$ 685), un monto que apenas está por encima de la línea de pobreza para una familia de 4 personas. Por eso, todo el mundo vive endeudado. Desde joven quedas endeudado para estudiar en la universidad, inclusive en la pública, y luego esa deuda no hace sino crecer para tener una vivienda, tratar una enfermedad o simplemente para consumir.
Aquí, todos reconocen que esa olla a presión reventó. Por eso, el presidente Piñera ha salido a ofrecer una «agenda social», que incluye aumentar pensiones y sueldo mínimo, reducir tarifas de electricidad, aumentar los impuestos a las rentas más altas, entre otras cosas que, hace solo 10 días, él mismo hubiera calificado de imposibles. Su esposa, Cecilia Morel, ha sido muy explícita: «Vamos a tener que compartir nuestros privilegios», según confesó en una conversación de Whatsapp que se filtró en las redes sociales.
Este estallido social no nos debe ser ajeno. De hecho, no hay modelo económico más parecido al de Chile, que el de Perú. Ayer dije esto en Twitter y se armó la polémica. Muchos me señalaron las diferencias que existen entre los dos países; en especial la informalidad rampante en el Perú, donde la mayoría de trabajadores no tiene ni siquiera los derechos laborales más básicos. El pago de impuestos, la complejidad del territorio, las fuentes de energía, los sistemas universitarios; todas estas son diferencias importantes. Sin embargo, la comparación sigue siendo válida: los dos países de Sudamérica que impusieron el modelo económico neoliberal de manera más radical son Chile y Perú.
Hay cosas que los peruanos hemos naturalizado, pero no tienen nada de naturales. Un amigo argentino viene de realizarse un complejo tratamiento de salud que ha incluido una intervención quirúrgica, hospitalización y seis meses de terapias, y todo ello ha sido gratuito y oportuno gracias al sistema de salud pública de ese país. «Aquí en Chile ya estaría endeudado por años por ese tratamiento», me explica. Y si estuviera en Perú, hubiera tenido que hacer polladas y rifas prosalud, apelando a la solidaridad colectiva para aquello que el sistema no puede resolver.
Lo mismo ocurre con la educación, las AFP, la vivienda. Para la minoría que tiene ingresos aceptables, parece que el sistema funciona; pero para la mayoría, la vida es una angustia plagada de precariedad e incertidumbre. Un accidente o una enfermedad puede destruir la economía familiar; garantizar educación a tus hijos es un esfuerzo monumental; la vivienda no es un derecho básico: Es la epopeya de toda una vida; y las pensiones de la mayoría de adultos mayores son un insulto a la necesidad.
La implantación del modelo neoliberal, que favorece la inversión privada en desmedro de los derechos sociales y convierte todo en negocio, fue más radical en Chile y Perú porque en ambos casos se realizó en contextos de dictadura. Pinochet entre los años 70 y 80, y Fujimori en la década del 90, impusieron reformas profundas que no hubieran sido viables políticamente en democracia. Esa es la razón por la cual en otros países vecinos, como Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador o Colombia, se realizaron reformas mixtas que conservaron algunos rasgos de protección social o un mayor rol del Estado en la economía.
Insisto, hay diferencias. En Perú la educación estatal sigue siendo gratuita. Pero lo cierto es que el Estado la abandonó a su suerte, propiciando el crecimiento de la educación negocio, en muchos casos de dudosa calidad. En Chile, la principal empresa de cobre sigue siendo del Estado, lo que garantiza un ingreso importante al país, mientras que en Perú todas las empresas mineras fueron privatizadas.
Además, en estos años ha habido algunas reformas. En Chile, por ejemplo, las protestas estudiantiles de 2011 obligaron a implementar un programa que se llama «gratuidad», aunque no es exactamente educación universitaria gratuita. En Perú, años de lucha estudiantil invisibilizada también pusieron en agenda la necesidad de una reforma universitaria, y ahora existe una SUNEDU que está corrigiendo los excesos de la educación negocio. Sin embargo, en ambos casos se trata de reformas bastante específicas que no ponen en cuestión las líneas maestras de un modelo que prioriza la generación de ganancia privada a costa de los derechos sociales, y que tiende por lo tanto a incrementar la desigualdad. La pregunta es, ¿cuándo y cómo reventará la crisis social en Perú?