En una conexión en vivo, el camarógrafo o camarógrafa de un noticiero logra captar el momento exacto en que una policía golpea y lanza al suelo a una mujer detenida, durante la intervención del gobierno en la Universidad San Marcos.

La escena es brutal. Pero lo más alucinante del clip es que, mientras eso ocurre, mientras el camarógrafo o camarógrafa se esfuerza en mostrar ese episodio de violencia, el conductor del programa está más preocupado por la reja que todo el mundo vio siendo derribada por un tanque policial. Y por eso, desde el set le pregunta a la reportera en la calle:

-¿Esa reja ha sido derribada por policía o por alumnos?

Ese pequeño momento, en apariencia insignificante, contiene una parte esencial del clima en que vivimos en el Perú. Durante ya casi seis semanas, los mensajes del gobierno (amplificados muchas veces por sus aliados políticos en las redes sociales y medios de comunicación) se han concentrado en reforzar una asociación clave: manifestante = terrorista. No importa por qué protesta una persona ni cómo lo hace, el manifestante es un terrorista al que hay que anular incluso antes de que pueda empezar a manifestarse y sin presencia de fiscales. Los llamados «actos vandálicos» contribuyen de manera eficiente con su espectacularidad a solidificar esa idea. Sean reales o fabricados, son la «evidencia» que el ‘terruqueo’ necesita.

Los mensajes de ‘terruqueo’ son ametrallados 24/7 por el gobierno, congresistas, periódicos, noticieros, amplificados de forma orgánica por redes como Whatsapp, de manera que el clima social e ideológico que respiramos es uno donde, para muchos, las personas que protestan ya no son personas: son enemigos. Vándalos o a punto de serlo. Y, como enemigos de la patria, merecen odio y castigo inmediato, en el mismo lugar de los hechos, sin investigación ni proceso judicial de por medio. El lenguaje y la propaganda cotidiana alimentan ese sentido común donde «los buenos ciudadanos» nos enfrentamos básicamente a monstruos antisociales.

Entonces, si una policía golpea a una «terrorista», en realidad no está golpeando a un ser humano, sino al enemigo. Y estamos ante una violencia -la del Estado- que se ha vuelto ya no solo tolerable sino invisible, parte del paisaje, y hasta deseable.

Por eso, un periodista que cree que efectivamente la Policía está interviniendo y salvándonos de terroristas alojados en la universidad de San Marcos, ya ni siquiera tiene que tomar la decisión antiética de ocultar la violencia policial. Ocurre que, para su lógica, esa violencia que otras personas advierten no es violencia sino pura rutina policial. Quizá por eso el presentador no «ve» (o decide no ver) lo que el camarógrafo intenta mostrar, la golpiza a una mujer, y más bien se interesa por el estado de los objetos.

El «terruqueo» es una herramienta útil para un gobierno autoritario y populista, pero también tiene un inmenso costo social. Las heridas y violencias que «el terruqueo» cultiva no se borran así nomás después de las elecciones. De hecho, el «terruqueo» es parte de nuestra inacabable posguerra: aunque ya la mayoría de los actores de ese momento desaparecieron de la vida pública, los políticos en actividad no están dispuestos a que el lenguaje de esos años y su violencia se vayan también mientras les sean útiles.

Marco Avilés escribe en Choloblog