Se estrenó Utopía, la película de Gino Tassara y Jorge Vilela, basada en la tragedia que se llevó a 29 jóvenes en un incendio en una discoteca del Jockey Plaza en 2002. Los hechos, conocidos, son aquí recreados a partir de diversos flashbacks y desde la investigación diez años después, que emprende un periodista de América Televisión, encarnado por Renzo Schuller.  El film no solo intenta ser documento de cómo sucedieron los hechos esa madrugada del 20 de julio, sino también propone la teoría conspirativa de que el gobierno de Alejandro Toledo (que no mencionan con nombre y apellido en el film) se encargó de librar de responsabilidades a los dueños de la discoteca.

Utopía se desarrolla desde el docudrama, desde el intento fiel de recrear tal cual los hechos, apelando a caracterizar a algunos personajes de la vida real, pero también desde los recursos de la investigación periodística, pero todo desde una puesta de trazo grueso, de caricatura y pastiche, que apela a montajes paralelos poco sutiles, a diálogos telenoveleros, y a la inclusión de una galería abundante y variopinta de personajes que no permiten ninguna identificación dramática con la verdadera tragedia vivida a inicios del siglo.

Por otro lado, confirma, una vez más, que el cine comercial peruano reciente tiene una apuesta clara: la de conectar con el espectador a partir de historias que tengan un soporte concreto con la realidad. Ha pasado hace algunas semanas con Caiga quien Caiga de Eduardo Guillot, con La Hora final de Eduardo Mendoza o incluso con Rosa Mística, que apela a recomponer el imaginario popular de la santa más famosa del Perú, o con comedias como Soltera Codiciada, que se basa en los consejos y anécdotas de una bloguera local (para mostrar otro tipo de ejemplo de conexión con “lo real”).

Esta opción genera una expectativa de cómo se van a representar hechos comunes o conocidos, como los vividos con el terrorismo, la corrupción política o una tragedia mediática, aspecto que resulta un arma de doble filo, ya que tratar de ser verosímil o acercarse fielmente a la realidad da pie a la caricatura o al docudrama escasamente creativo. Lo que queda claro es que usualmente se logra caracterizar a los actores y actrices para lucir como los personajes de la vida común y corriente, sin embargo, en la mayoría de los casos, con el fin involuntario de extraer con estas mimesis o disfraces solo algunas carcajadas.

Ya en Mariposa Negra, la aparición de Vladimiro Montesinos (interpretado por Mario Velázquez) permitió un toque trash en un film de intención dramática. Algo de eso se percibe en Utopía, la película, a partir de dos personajes muy reconocibles, el abogado de Alberto Fujimori, César Nakazaki (más aún cuando a su personaje se le ve hablando de lucha contra la corrupción), o el del excongresista Luis Delgado Aparicio, el conocido Saravá, (que aparece solo hablando de salsa, poniendo vinilos de Lavoe o se le ve desmayarse ante un fallo judicial), quienes son encarnados por Julio Marcone y Carlos Mesta, respectivamente.

No es casual tampoco que tres films recientes (Caiga quien caiga, Rosa Mística y Utopía) comiencen con intensos carteles en negro donde informan que pese a ser hechos de la vida real hay invención, apelando al clásico “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”, lo cual no solo es redundante, sino que dejan en claro, machaconamente, que lo que veremos ficcionaliza eventos conocidos. La marca de “inspirada en hechos reales” se hace patente no solo para justificar algunas salidas ficcionales, sino para evitar líos judiciales o afectar sensibilidades. Lo que importa, al final de cuentas, es que los personajes sean detectables, conocibles, faranduleros o políticos, más allá de la falsedad de sus pelucas y maquillaje sin finalidad.