Por Danitza Alipio

A los 9 años, Sandra cursaba cuarto grado de primaria y era una alumna responsable y ejemplar. Tenía una familia que la amaba, un papá protector y una madre trabajadora; y aunque casi nunca estaban en casa, podía sentir ese amor. Además, tenía un hermano. Ambos compartían habitación, en su pequeña casa, y aunque usualmente dormían en camas separadas, una noche tuvo que ser diferente. 

Sus primos habían llegado para pasar juntos el fin de semana. Ese sábado, cuando llegó de un taller, los encontró aprendiendo a bailar. Ella, entusiasta como era, decidió sumarse junto a su hermano. Sin embargo, esa noche todo se puso extraño. El baile fue extraño, su actitud fue extraña, la forma de tocarla y el abrazo al dormir. Pero era su hermano, ¿qué de malo podría existir en ese trato? Entonces, todo se puso peor. En un momento de la noche, él la despertó. Lo que recuerda es que le sugirió “enseñarle algo más que a bailar”. Mientras sus primos dormían en la cama de al lado, Sandra sufrió abuso sexual por primera vez.

Sandra es parte de una cifra preocupante de menores que diariamente sufren violencia sexual en el Perú. Según un informe realizado por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) para la campaña Quitémonos la Venda, el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) tiene un registro de 54 546 casos de violencia sexual contra la niñez y adolescencia entre los años 2017 y 2021. Estos datos han sido obtenidos de las denuncias que llegan a los Centro de Emergencia Mujer. 

Sin embargo, estos datos pertenecen a lo que UNICEF denomina un subregistro, ya que existe carencia de un sistema único de registro de casos, lo que impide cuantificar la magnitud de esta problemática en su real dimensión. Aún así, con solo esos datos reportados se puede hablar de al menos 30 casos de abuso sexual en menores cada día.

El peligro está en casa

Sandra fue violentada sistemáticamente en su propia casa y por su propio hermano. Durante 5 años él aprovechó las ausencias de sus padres para perpetrar su delito. 

”Al principio era como jugar, él se subía encima, se frotaba contra mi, me besaba. A veces me encerraba en una cesta de ropa sucia, decía que jugaríamos a la secuestrada y al delincuente, y así le daba contexto a su acto”. 

El caso que nos cuenta Sandra es un caso bastante común en situaciones de abuso. Según lo conversado con Mariela Tavera, vocera de UNICEF, lo que se pretende con la campaña Quitémonos la Venda es justamente identificar la problemática y desmentir ciertos mitos relacionados con los casos de violencia sexual en menores de edad. Uno de ellos es que los abusadores de menores son agentes lejanos que acechan, violentan y luego se van.

“Se tiene que reconocer que hay una cercanía en relación al abusador. En muchas de las ocasiones no es un hecho que realiza un desconocido, sino es alguien que es de la familia, conoce a la familia o es cercano a la familia. Muchas  veces uno puede descuidar con quien deja a los hijos y el abusador se encuentra cercano. Eso es algo que debemos tener en cuenta”, señaló Tavera.

Esto puede ser un agravante, ya que, según la propia especialista, “el abuso sexual en menores de edad no es un evento fortuito. Al no ser un desconocido el que perpetra el abuso puede realizar el abuso sexual de manera sistemática, por un gran periodo de tiempo».

Según los datos que reporta UNICEF, un 99% de abusadores de menores son hombres. De estos, el 20% es padre de la víctima, el 24% es el padrastro, el 23% es el tío y el  20% sigue viviendo en la misma casa que su víctima, lo que dificulta la recuperación de la misma. 

La importancia de denunciar

Sin embargo, estas cifras podrían acrecentarse si existiera un real reconocimiento de la situación acompañado de una denuncia. Según Mariela, “el tema es que muchos de estos abusos no solo son un acto sexual que implique los genitales, sino también es una tentativa contra los menores de consumar un acto sexual, eso implica también hostigamientos o comentarios sexuales. Incluso puede ser también exponerlos a pornografía. Por ello existe dificultad en un reconocimiento de que en el entorno cercano está ocurriendo un hecho de abuso sexual, y por conseguiente no se denuncia”. 

Los actos de violencia sexual en casa de Sandra terminaron cuando ella cumplió los 13 años. Según nos cuenta, Ricardo, su hermano, también la golpeaba constantemente y tenía ataques de ira en los que se ponía violento con ella y con su mamá. Sandra habló, pero no pudo decirlo todo. “Solo le dije a mi papá que él me pegaba, que yo ya estaba cansada y que lo odiaba. Entonces mi papá me dijo que la próxima vez que me ponga una mano encima le advierta que él mismo lo iba a denunciar. Así fue como se detuvo”. 

Pero Sandra no denunció. Y esta situación se repite en múltiples casos de violencia, que se silencian por diferentes factores. Al respecto, Mariela Tavera nos explica a qué se debe esto: “Muchos menores de edad sienten que no se les va a creer o se les va a juzgar, o tienen sentimientos negativos como la culpa, vergüenza, incluso sentirse disminuidos, el sentirse menos, sucios, confundidos, inseguros o inseguras”. 

Aún así, se busca brindar mecanismos y canales de contención para poder reportar estos hechos. Pese a que no hay un canal específico para la denuncia de abuso sexual de menores de edad, la línea 1810 se puede utilizar para alertar situaciones de violencia y abandono familiar, por lo que es un recurso a utilizar para solicitar ayuda. Además, la línea 100 está en capacidad de atender estos casos. 

El impacto de la violencia sexual

UNICEF menciona en su informe que el impacto personal de un acto de violencia sexual en la víctima muchas veces es la interrupción de la trayectoria educativa y dificultad para concretar proyectos personales. Además, hay una exposición a la maternidad temprana, lo que incrementa el riesgo de morbilidad y mortalidad materna y neonatal. También hay una exposición a infecciones de transmisión sexual y afectación de la salud mental, muchas veces también mayor vulnerabilidad a la violencia de pareja, sentimientos de vergüenza, confusión, culpa, rechazo, ansiedad y alerta permanente, retraimiento y déficit en las habilidades sociales, y dificultades para vivir plenamente su sexualidad.

Algunas de estas afectaciones las tuvo que vivir Sandra. Tras 8 años de ocurridos los hechos, cuando por fin pudo reconocer que fue abusada, buscó ayuda psicológica. Después de unas sesiones integrales con diversos especialistas,  Sandra ha sido diagnosticada con 3 afecciones: Trastorno Límite de la Personalidad, estrés postraumático, y trastorno de conducta alimentaria. Todos ellos desencadenados por la vulneración emocional a la que fue sometida durante tantos años.

“No tardé mucho en sentirme enferma por lo que sucedía, es una sensación de no querer estar ahí. Tengo un recuerdo muy vívido: estaba recostada con él encima mío, y mi vista estaba fija en una imagen de la Virgen que mi mamá tenía en su pared. Mientras sucedía yo pedía perdón, le pedía perdón a la virgen por hacer cosas malas, por dejarme hacer cosas malas. Cuando me dan los ataques de ansiedad revivo la misma sensación. Es un sentimiento que nunca se ha ido”. 

Sandra actualmente lucha con su salud mental tras estos episodios de violencia que parecen estar más vivos que nunca en su memoria. Lucha además con un silencio desolador, con el miedo y la culpa que le genera la sola idea de enfrentar a su abusador y con la tristeza de tener que compartir aún espacios con él. 

Responsabilidad de todos

Uno de los retos que reconoce UNICEF en su campaña es que la sociedad reconozca el impacto en la vida de las víctimas y en el desarrollo de la sociedad. La sociedad pierde la posibilidad de que estas personas contribuyan con todo su potencial al desarrollo de sus familias, comunidades y el país, y esto es algo que vive Sandra, a quién en muchas ocasiones le ha costado mantener estabilidad en su centro de estudios y laboral.

“No sabes lo difícil que es ver que después de todo yo fui la que se apagó. En casa nadie me conocía, durante años después de lo ocurrido, mientras más iba tomanqdo conciencia de lo que me pasó, más lejana fui. Nadie ha sabido lo que es que yo baile, o cante o sea cariñosa y expresiva en mi entorno familiar. En el fondo los culpaba”. Sandra habla con una voz firme, pero apenada.

“Me entristece que yo tenga que ser la mala, la retraída, la antipática para ellos, y que él, siempre tan sociable y carismático, viva con tanta tranquilidad. Es algo que aún no logro asimilar, pero no puedo hacer otra cosa. Aunque mis papás me creyeron y me dijeron que me apoyarían con una denuncia, no podía hacerles eso. Él sigue siendo su hijo y si yo lo reporto a las autoridades seguiré siendo la que tardó en hablar, la que no tiene pruebas”, agrega.

Sin embargo, Sandra reconoce que aunque será un largo camino, el haber iniciado ha sido un gran paso de valentía, y aunque no se siente lista para denunciar, se ha sentido mucho más tranquila al poder hablar y, sobre todo, nombrar lo sucedido en su infancia.


“A mí me violaron durante años en múltiples ocasiones y no me da pena contarlo. Y aunque a veces sea difícil. Ahora lo nombro tal cual. Se lo digo a mi mamá cuando pretende hacer reuniones familiares o a mis amigos cuando parecen no empatizar con situaciones de violencia. Me violaron, yo no tuve la culpa, yo era solo una niña, y yo soy la que asume las consecuencias, lo reconozco así”.