En estos días se cumplen veinte años de una de las movilizaciones más grandes de la historia peruana del siglo XXI: la Marcha de los Cuatro Suyos. La materialización de una demanda popular contra la dictadura de Alberto Fujimori y el fraude electoral en ese gobierno. Fue liderada por Alejandro Toledo, quien convocó a representantes de partidos, movimientos, gremios y ciudadanía de todo el país. Más allá de los sucesos actuales, como la detención de Toledo por corrupción, la dispersión de la izquierda o el oportunismo político de la centroderecha, la Marcha aún simboliza un grito popular unido en defensa de la democracia, la lucha contra la corrupción y la defensa de los derechos humanos, y que debe ser conocida por las nuevas generaciones. Si fue un hecho tan trascendental de nuestra historia política, ¿cómo es que no existe ni un solo largometraje que haya documentado o reflejado ese proceso? ¿Es el único hecho que no tiene un rostro visual, un resguardo en algún archivo del país? ¿Por qué el registro de estos hechos no llama la atención de los realizadores peruanos?

Sí. Este hecho de importancia para el país no atrajo la atención de nadie, a tal punto que no existe ni un solo largo documental que lo describa, interprete o critique. Ni uno solo. Y si nos comparamos a otras cinematografías, ¿qué sería del cine chileno, mexicano, y argentino si no se registraran y se produjeran inmensos e intensos documentales sobre su realidad inmediata, sobre hechos capitales de su realidad?

Una de las pocas menciones a la Marcha aparece en el documental Su Nombre es Fujimori (2016), de Fernando Vilchez, en una cuarta parte denominada Nuestro Cuatro Suyos. Incluso, la marcha fue titular en algunos medios a mediados de 2019, pero porque el film Birdbox de Netflix, con Sandra Bullock, usó escenas de la Lima convulsa para “graficar” un país en medio del caos apocalíptico. Quizás se puedan encontrar algunos reportajes con fines periodísticos, o videos que circulan en YouTube. Es lo que hay. Y mencionar esta situación, me sirve de excusa para extender la pregunta al estado de un tipo de documental peruano.

El cine peruano no se ha caracterizado por un afán de capturar la inmediatez. Es muy limitada la urgencia para componer un imaginario visual de los hechos vivos, mientras “suceden”. Ni la muerte de Alan García, ni la extradición de Fujimori, ni Barrios Altos, ni el Andahuaylazo, o las marchas del 8M, por mencionar sucesos al azar, han sido abordados fuera de la intención reporteril. ¿Quizás paradójicamente porque se le ve a este tipo de abordaje muy periodístico? Por un lado, esta carencia de interés en el registro de la actualidad política y social podría tener que ver con un sentido común instalado en los cineastas, que muchas veces están aún practicando viejas formas de la producción documental, donde la figura del “cineasta cyborg”, alguien fusionado con su cámara y en el lugar mismo de los hechos, es visto, quizás, como muy amateur.

Coloco un ejemplo: En un reciente film de Patricio Guzmán, figura clave del documental chileno y latinoamericano, La cordillera de los sueños (2019), el cineasta dedica toda una parte al rol de Pablo Salas. Un reconocido realizador, quien con cámara en mano se volvió, en tiempos de dictadura de Pinochet, en la evidencia de la lucha social, al generar bancos de imágenes de un valor inestimable. ¿Cuántos Pablo Salas podemos citar en el cine peruano?

Una de las razones de esta ausencia, se debe -sobre todo en los últimos años- al condicionamiento del tipo de producción que exigen los estímulos del Ministerio de Cultura, que anula esta libertad en la realización de esta clase de documentales de la inmediatez. Las productoras deben preparar páginas de tratamientos o guiones como requisitos, de hechos que no saben aún cómo se desarrollarán, o apostar por registros muy convencionales: entrevistas, el registro de sucesos puntuales, uso de archivos, o docudramas y dramatizaciones.

Podría pensarse también que este desinterés en este tipo de documental se corresponde con el poco atractivo que tienen estos films en las carteleras (donde la excepción es La revolución y la tierra, que obtuvo más de 80 mil espectadores, y que es un film de archivo, en todo caso). También se podría atribuir esta carencia, que a muchos cineastas les interesan más los retratos, las semblanzas o el tono más intimista, como pasa con las recientes El viaje de Javier Heraud o Hugo Blanco, Río Profundo. Habría que hacernos aún más preguntas sobre esta situación, donde parece haber resistencia para capturar la realidad, y encontrar algunas pistas sobre este gran vacío en el cine y audiovisual peruanos, que evita vernos y reconocernos.