La aplicación de la política migratoria norteamericana, que separa a niños migrantes mayoritariamente latinoamericanos, de sus padres y los coloca preventivamente en jaulas como a feroces delincuentes, es la demostración final de la barbarie del pensamiento de esa mala caricatura de Idi Amin Dada, en que se ha convertido el presidente de los Estados Unidos. Frente a la manifestación del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Donald Trump no encuentra mejor repuesta que retirarse del Consejo de DDHH de la ONU. Todo esto en lugar de corregir esta forma inhumana de aplicar normas abiertamente vejatorias de los derechos humanos de menores de edad, que los termina colocando en verdaderos campos de concentración.

A nivel local, lo verdaderamente indignante son algunos comentarios en las redes sociales, sosteniendo que los países son soberanos para aplicar sus propias políticas migratorias y que la solución es que no se cruce la frontera, porque se comete delitos y se expone a los niños. Ese enfoque olvida convenientemente el centro del problema, que es la aplicación de normas atentatorias contra los derechos humanos y olvida también el estado de necesidad de las miles de familias que diariamente buscan la forma de cruzar la frontera por México hacia los Estados Unidos, en búsqueda de oportunidades que no encuentran en sus países. Olvidan, por supuesto, que migrar no es un delito.

Estos sujetos, operan anónimos y cobardemente en las redes, aunque algunos están perfectamente identificados y hasta trabajan en la administración pública. Se conocen, entre sí, se mueven en las redes como chanchos en un lodazal, arman campañas, se oponen a cualquier iniciativa progresista para que esta no llegue al parlamento o, una vez allí, se archive inexorablemente. Obedecen a las órdenes, a veces sin saberlo siquiera, de una especie de spin doctor, que los controla como a rabiosos muñecos de ventrílocuo y los hace vomitar necedades. Algunos creen estar informados y deliran con que argumentan sus posiciones. Son achorados y embrutecidos. Son lo que no pueden ser sus patrones, por estatus, por recato o por estrategia política. Son los que se ensucian los zapatos.

Son los mismos que frente a la estúpida misoginia del hincha peruano haciendo decir en español a una rusa que “quiere cachar”, la culpan a ella por hablar un idioma que no conoce. Son los mismos que creen que las mujeres y más precisamente las niñas, se ponen como en un escaparate arriesgándose a ser violadas. Son los mismos que creen que la pobreza está relacionada con un menor grado de esfuerzo de los pobres frente a los ricos. Son los mismos que creen que hay ciudadanos diferenciados por categorías. Son los mismos que justifican el terrorismo de Estado como respuesta al terrorismo de los grupos alzados en armas y se erizan cuando hablamos de guerra o conflicto armado interno.

Mientras escribo esto, Trump ha retrocedido y por estrategia de preservación ha anunciado que cambiará la política de separación de niños de sus padres con una orden ejecutiva. Por supuesto, ninguno de estos trolls de las redes cambiará de opinión. No están autorizados.

Todo eso, mientras sus patrones, toman vino y se comen vacas enteras y cierran el mejor restaurante de carnes en Lima para celebrar sus cumpleaños, viven a sus anchas en Europa, ven el mundial en pantalla gigante y consumen las cervecitas que han enfriado en sus pequeñas y modernas heladeras sobrevaloradas, o nos saludan desde las tribunas en Saransk o Ekaterimburgo. Lujos que ellos, sus marionetas, han pagado también, con sus impuestos.