Soy profesor de derecho en la PUCP desde el 2014. He sufrido maltrato como docente y violación de mis derechos. Los cobros ilegales son parte de un sistema mayor de injusticias que incluye argollas y violencia de género. Aquí mi historia.

El sistema de acceso a la docencia adolece de severas deficiencias y linda con la corrupción. En la facultad de derecho he participado de concursos a plazas permanentes en los que mi candidatura no pasaba de ser una formalidad, pues el ganador era determinado previamente. En el 2015, aún cuando de los tres candidatos finalistas yo era el único que reunía los requisitos objetivos de la convocatoria, nunca tuve posibilidad de ganar.

El ganador no cumplía con el requisito de edad y la dirección de profesorado observó su contratación posteriormente. En la clase maestra no alcancé a hablar un minuto de manera continua porque me interrumpían, un jurado abandono el aula sin decir nada mientras yo hablaba. Las preguntas iban entre lo absurdo y el ataque abierto: ¿Por qué te gusta hablar en plural? ¿Vas a enseñar estas cosas en tu curso? La permanencia no es una cuestión solo de meritocracia, hay mucha arbitrariedad.

He sido docente por 4 años, trabajé duro para armar cursos nuevos, dicté varios horarios el mismo semestre, obtuve los puntajes más altos en las evaluaciones de los estudiantes. Nada fue suficiente. Me removieron sin expresión de causa, sin que medie siquiera un agradecimiento por la labor. Amparados en la precariedad laboral de un docente por asignaturas, deciden libremente cesarlo, tanto más si resulta incómodo a la autoridad.

He sido hostigado por mis ideas en la facultad. Por compartir en redes las noticias del colectivo de estudiantes y egresadas contra el hostigamiento sexual, he recibido mensajes y llamadas amenazantes de dos altas autoridades de la universidad. Uno de ellos: el defensor universitario Wilfredo Ardito.

Tengo copias de los mensajes. Y esta no es la única historia que conozco. Mis colegas han vivido experiencias similares: denuncias falsas de plagio para sacarlos del concurso, ataques en las entrevistas por ideas políticas, declaran desiertas las plazas cuando el puntaje no favorece al elegido. Nadie denuncia por miedo. Es comprensible, pones en riesgo el esfuerzo de una vida.

Pero yo he decidido soltar el miedo y hablar en voz alta. He decidido que luchar contra la argolla en la PUCP es algo que vale la pena hacer, por mí y por todos los afectados por este sistema de “La argolla”, que no es otra cosa que una red de micro-corrupciones en la que se tejen lealtades alrededor del poder. Son estas redes las que permiten que autoridades permanezcan en el cargo por décadas, las mismas que dan impunidad en casos de violencia de género. Pero esto es un sistema, no una persona o un grupo pequeño.

En la universidad hay poca transparencia sobre el uso del dinero, escasa rendición de cuentas, sospechas de bonos indebidos y de favoritismos para asignar presupuestos de investigación. Hace poco nuestro grupo de investigación presentó un proyecto para trabajar en derechos territoriales y mujeres indígenas en el Río Marañón. Hemos dedicado mucho esfuerzo, pero tememos que cuestiones políticas impidan una evaluación por árbitros imparciales.

Esto lo publiqué hace unos meses. Desde entonces, la única noticia que tengo de las autoridades es que piensan mal de mí y un correo del decano solicitándome rectificación porque debí referirme al departamento y no a la facultad. Pero ninguna solución ante la injusticia. Este 2018, el movimiento estudiantil rompió el silencio contra la violencia de género y denunció los cobros ilegales. Esa es la enseñanza más grande que le deja al país: Se requieren cambios profundos. Como dicen, la PUCP luchando también se está educando.