El reciente discurso de la congresista Karina Beteta ante un grupo de escolares, cuya coherencia todavía estamos tratando de entender, ha puesto nuevamente en discusión la poca calidad de nuestros parlamentarios. Es un tema que vuelve una y otra vez, tanto por la escasa preparación y formación política de nuestros representantes, como por los innumerables come-oros, roba-cables o roba-gasolinas, amén de los eternos mentirosos-en-su-hoja-de-vida (si no, pregunten a los imaginarios compañeros de estudios de Yesenia Ponce).

Aquí voy a proponer una idea algo heterodoxa. Seguramente muchos habrán pensado que el titular de este artículo es alguna especie de broma, pero no: ¿alguien podría creer que si sorteáramos el puesto de congresista podríamos tener peores resultados que los que hemos tenido en la conformación del Poder Legislativo en los últimos años?

No solo no es una broma. Introducir el sorteo como mecanismo de elección de representantes es una idea que se viene discutiendo intensamente en algunas de las democracias occidentales más importantes, e incluso ya ha empezado a utilizarse en algunas experiencias exitosas. ¿Es en serio? Pues sí. La Asamblea Ciudadana que discutió y elaboró la propuesta de reforma constitucional de Irlanda el 2015 fue conformada por ciudadanos y ciudadanas sorteados. Las reformas, que incluyeron el matrimonio igualitario y la despenalización del aborto, fueron aprobadas luego en un referéndum. En Islandia, la nueva Constitución aprobada luego de la megacrisis financiera de 2008 también fue elaborada por un comité de ciudadanos sorteados. En dos estados de Canadá, se eligió ciudadanos por sorteo para presentar propuestas de reforma de las leyes electorales, y lo mismo ocurrió en Holanda, si bien en estos tres casos las propuestas no fueron aprobadas posteriormente por el sistema político. En Francia, en las últimas elecciones tres candidatos presidenciales propusieron introducir el sorteo para reformar el sistema político, y también en EEUU y Reino Unido se han presentado propuestas para que una de las cámaras legislativas sea elegida por este mecanismo.

En el Perú, el sorteo no nos es enteramente ajeno. Los miembros de mesa en las elecciones, que durante unas 10 horas se convierten en las máximas autoridades electorales de su jurisdicción, son elegidos por sorteo, y salvo por algunas demoras en la instalación de un pequeño porcentaje de mesas, lo cierto es que todo suele funcionar bastante bien. En las películas gringas hemos visto, por otra parte, cómo son los ciudadanos sorteados los que deliberan para decidir sobre la culpabilidad o inocencia de una persona en el sistema judicial anglosajón.

Así pues, aunque suene extraño o absurdo, el sorteo forma parte de las prácticas institucionales en el mundo, y en años muy recientes está siendo rescatado como parte de la política democrática moderna. Digo “rescatado” porque el sorteo era un aspecto esencial de la democracia griega, pero fue olvidado durante más de dos mil años.

Pero, ¿cuál es la lógica detrás de, simplemente, sortear a nuestros representantes?

Los principios para defender esta idea son muy sencillos. En primer lugar, se trata de reconocer de manera radical la igualdad que existe entre todos los ciudadanos y ciudadanas: todos somos igualmente competentes para entender y valorar los asuntos de interés común. Ya autores tan antiguos como Aristóteles (siglo IV a.c.) y Montesquieu (siglo XVIII d.c.) explicaron que el sorteo es un mecanismo democrático, porque reconoce la igualdad del pueblo, mientras que la elección es un mecanismo aristocrático, porque su principio es seleccionar a “los mejores”.

Sortear a los políticos implica, de hecho, disolver eso que llamamos “clase política”, ese grupo profesionalizado de unos cuantos cientos de personas que se ha especializado en ejercer cargos políticos. Si cualquier ciudadano puede ser parlamentario sorteado mañana, de manera rotativa, entonces desaparece la división artificial entre “ellos” (los políticos) y “nosotros” (“el pueblo”). El resultado es ciudadanizar la política, y al mismo tiempo propiciar que los ciudadanos nos hagamos más responsables del ejercicio de nuestro deber cívico (y no simplemente nos lavemos las manos echándole la culpa de todo a “los políticos”).

Pero además de este principio igualitarista, hay muchos argumentos prácticos para introducir el sorteo. Para empezar, garantiza la imparcialidad del representante, pues éste no tiene intereses creados en los temas que deberá evaluar. “El buen gobierno es el gobierno de los que no desean gobernar. Si hay una categoría a excluir de la lista de los que están aptos para gobernar es, en todo caso, la de los que conspiran para obtener el poder”, explica el filósofo francés Ranciere.

El sorteo, además, sería una vacuna contra las principales distorsiones del sistema político actual. La elección por sorteo vuelve inútiles la propaganda, la manipulación, el marketing, las mentiras viralizadas en redes sociales, y neutraliza la penetración del poder del dinero en las campañas políticas.

Por otro lado, al romper las divisiones partidarias, las asambleas de ciudadanos sorteados son más apropiadas para una verdadera deliberación. No habría lugar para ninguna de las cosas que hemos visto en estos tres años en el Perú: ni mayorías aplastantes que no necesitan dialogar con nadie, ni decisiones predefinidas por “el partido”, ni cuoteos, ni componendas para armar mayorías traficando cargos, ni órdenes enviadas a los congresistas por WhatsApp. “ Todos los representantes elegidos por sorteo tienen exactamente la misma posición, y no pertenecen ni a una mayoría ni a una oposición. Todas las voces deben ser escuchadas con idéntica atención, llevando a una deliberación más inclusiva, diversa y, por encima de todo, mejor”, explica el francés Dimitri Courant (2017).

Otro argumento es que el sorteo garantiza la representatividad del Congreso. Ciudadanos elegidos al azar en cada distrito del país, con técnicas estadísticas adecuadas, permitirían que el legislativo sea un reflejo más fiel de la diversidad de condiciones sociales, de género, culturales y de ideas. Actualmente, el Congreso sobre-representa tanto a los sectores privilegiados que pueden invertir tiempo y dinero en la actividad política, como a los corruptos que quieren aprovechar el poder para sus intereses.

Ojo: no se trata de que el sorteo sea una solución mágica a todos los problemas. Puede ser un mecanismo complementario, como una cámara adicional que represente el “sentido común” o mediante otra fórmula específica, que no se contrapone necesariamente a los aportes de los sistemas electorales tradicionales que buscan representar ideas políticas. En algunas experiencias, por ejemplo, se ha encargado a las asambleas de sorteados una tarea muy concreta: la de elaborar las leyes electorales, tema en el que los partidos no deberían ser juez y parte. Las posibilidades son muchas y el debate está abierto, pero una cosa parece clara: abrir el poder legislativo a la participación de ciudadanos comunes y corrientes sorteados ayudaría mucho a introducir aire fresco en nuestras democracias en crisis.

Pd.- Para quienes quieran conocer más de esta propuesta, recomiendo revisar el libro “Contra las elecciones: cómo salvar la democracia” del belga David Van Reybrouk, que hace una muy completa síntesis del debate contemporáneo al respecto.