El debate alrededor de la “reforma laboral” que sectores del gobierno están impulsando desde la Política nacional de Productividad y competitividad aprobada de manera apurada el pasado 31 de enero mediante el DS 345-2018EF, tiene como uno de sus pilares revisar la manera que el despido se entiende en nuestro ordenamiento jurídico. Los voceros del sector empresarial básicamente quieren reducir la protección que establecen nuestras leyes frente al despido arbitrario.

Lo que no esta en discusión es el impacto social que tendría una política laboral basada en facilitar a los empresarios su derecho a despedir sin causa a los trabajadores que deseen de manera arbitraria.

Lo que pasa, es que, en nuestro país, como en otras partes, se han establecidos unos valores sociales en donde el despido resulta un acto insignificante, banal, superfluo. El resultado de una decisión que no tiene consecuencias en la sociedad. Esto es así, por el predominio de una manera de pensar donde el dinero resulta el objetivo fundamental de la sociedad. Las empresas aparecen como los agentes principales no sólo en la economía, sino en toda la vida social. Por lo que, los demás actores como los sindicatos y el propio Estado deben subordinarse a sus requerimientos.

De esta manera, el tipo de despido que buscan los empresarios es aquel donde no es necesario señalar una causa objetiva que pueda ser discutida con el trabajador. Asimismo, buscan reducir la indemnización por despido y eliminar toda posibilidad de reincorporación al trabajo mediante un proceso de control judicial.

De esta forma, el despido queda completamente libre de cualquier control y el empresario resulta inmune de toda responsabilidad. El derecho de despedir se convierte en la expresión del más puro autoritarismo por parte del sector empresarial frente al sector laboral.

¿Y es eso lo que queremos como sociedad? ¿Realmente podemos pensar que el despido no tiene consecuencias sociales?

En una sociedad con brechas y desigualdades sociales tan marcadas como la nuestra; el despido no puede entenderse como un simple instrumento de gestión empresarial que funciona en base a un supuesto beneficio económico. Los ideólogos del Ministerio de Economía y Finanzas quieren hacernos creer que despedir trabajadores es la mejor manera de crear empleo. 

No es así. En una sociedad que aspira a ser plenamente democrática, el trabajo es la condición para el ejercicio de una ciudadanía autónoma y libre. Privar a una persona de sus medios de subsistencia supone convertirla en un no-ciudadano. Es condenar a las personas a una situación de incertidumbre y precariedad económica y política. De allí surgen las distorsiones, violencias  y conflictos sociales del presente.

La indiferencia con la que la CONFIEP trata el tema de la protección frente al despido arbitrario y defiende el derecho supremo del empresario para despedir trabajadores con tal de incrementar la rentabilidad económica; supone una visión institucional donde los valores del dinero están por encima del valor de las personas. Por eso, no podemos dejar que el tema del despido sea un aspecto simplemente técnico entre economistas. Es necesario politizar el tema del despido y discutirlo en los espacios públicos como lo que es realmente: un ejercicio de la violencia por parte del empresario contra el trabajador. Y frente a esto, resulta imprescindible que el Estado establezca mecanismos institucionales de protección tanto del trabajo como de los trabajadores.